Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2024
Páginas: 11
Palabras: 4320
Idioma: Español
Género: Ensayo
Subgénero: Ensayo literario
Temas: experiencia literaria | creatividad | creatividad literaria | Dostoievski
Ideas generadoras del ensayo: En 2017 comencé a leer la excelente biografía de Dostoievski escrita por Joseph Frank, proyecto que inició a mediados de 1950 y terminó en 2010 cuando publicó el volumen 5 (casi 900 p) y el total de los 5 vols. unas 3.100 p. En el primer tomo encontré una cita que me hizo pensar en la experiencia literaria, y, en últimas, en la diferenciación entre creatividad literaria e innovación, que es uno de los muchos temas sobre los que he venido reflexionando desde 2018. El trabajo que realizó Frank durante más de 50 años en torno a la vida de Dostoievski, no sólo es impresionante por la obra investigada y escrita, sino por lo excepcional, profundo y concienzudo de cada uno de los temas tratados, y a pesar de que en muchos pasajes se detenga en minucias sin importancia o en críticas intrascendentes. Sin embargo, quizá por el tipo de análisis crítico de la escuela norteamericana de la segunda mitad del siglo xx, que a su vez tomó elementos del estructuralismo y del formalismo ruso de Bajtín, no considera abordar la obra desde el punto de vista de la creatividad. No pretendo ni mucho menos intentar siquiera ‘subsanar’ lo que es imposible. Este brevísimo ensayo sólo ofrece un punto de vista sobre la experiencia creativa en narrativa literaria en términos muy limitados y echando mano de lo creativo como yo la entiendo y lo he venido exponiendo a lo largo de mis ensayos publicados.
Palabras clave: experiencia literaria | creatividad | Dostoievski | Kafka | innovación
Autores relevantes relacionados con este ensayo:
J. Frank
F. Dostoievski
J. M. Coetzee
F. Kafka
W. Tatarkiewicks
La experiencia creativa en narrativa
Por Germán Gaviria Álvarez
1
Todo escritor y todo intelectual moderno que se respete, en algún momento de su vida ‒en pocos casos durante toda su vida‒, tuvo o tiene que ver con Dostoievski. Bien sea para encumbrarlo, criticarlo e intentar estar por encima de él o para usarlo para dictar algún curso universitario, así Dostoievski no le guste de nada, que es el caso su compatriota V. Nabokov. Es imposible no citarlo, no tenerlo en cuenta, no acudir a su narrativa y a sus escritos personales para aprender algo. También se memora a Dostoievski como tema general de conversación banal, y la cosa no pasa de decir algo con mucha seriedad, aunque en términos generales las personas no versadas se equivocan en sus apreciaciones, ya que estas no pasan de hacer meras generalidades llenas de imprecisiones y prejuicios, pues en realidad han leído una o dos obras, las más conocidas. Quizá el responsable de que esto suceda sea un autor admirado e incluso respetado de la primera mitad del siglo xx, que escribió de ‘manera amena’ una seudobiografía de Dostoievski en 1919 para el gran público europeo de la época. Me refiero a S. Zweig y a su texto en Tres maestros. Balzac, Dickens, Dostoievski, en el que dedica a nuestro autor unas 80 p. con su estilo alambicado y empalagoso. Y digo ‘alambicado’, pues si algo fue (y ha sido) notorio en los lectores no agudos de la literatura, es valorar un libro por el manejo edulcorado del lenguaje y la profusión de figuras retóricas, según se ‘estilaba’ en la época de Zweig. Pero la biografía que escribe este estilista prosopopéyico que se suicidó no sin antes escribir más de 15 ‘amenas’ biografías de grandes escritores, no sólo es espuria por lo perezosa, superficial y efectista, sino porque pretende que su escrito es una biografía cuando es apenas un esbozo de ficción narrativa tipo best seller, válido, por cierto, para un mercado ávido de esas cosas, ‘biografía autorizada’ para el lector común, pero intolerable para el lector serio, o cuando menos, no complaciente.
Zweig es un ejemplo extremo no del crítico ni del estudioso de autores de importancia, en este caso Dostoievski para no hablar de Balzac ni de Dickens, aunque pose de ello, y sí más bien sea la clase del escritor famoso que desea ser más famoso a costa de decir necedades de los escritores de primera fila. Para las décadas de 1920, 1930 y hasta su suicidio en 1942, época en la que se enseñoreó Zweig con sus ‘biografías’ posando de intelectual y admirador profundo de Dostoievski, todavía se tenía la idea de que el gran escritor era un genio, y el genio, por definición, así se le definió desde el Renacimiento, es un ser que vive lejos del mundanal ruido y su persona ignota y encumbrada sólo es accesible a unos pocos privilegiados, ya que para escribir todas esas genialidades necesita vivir aislado en su torre de marfil.
Dejemos a Zweig y su tenebrosa producción de biografías y obras de ficción, poemas y obritas de teatro. El dicho en literatura dice que quien escribe demasiado no hace más que hablar de superficialidades y de plagiarse a sí mismo. Por lo demás, Dostoievski no necesita de ningún crítico ni seudo crítico para que cualquier persona pueda acceder, motu proprio, a cualquier texto de sus obras como le plazca.
Vayamos más bien al trabajo de Joseph Frank. Frank (Dostoievski, 5 vols., 3.080 p.) es uno de los estudiosos que más se han acercado al biógrafo del que nos habla A. Reyes en La experiencia literaria (1962, 120):
[…] quien pretenda descubrir lo que hay de autobiográfico en una obra literaria por los solos caminos de la intuición, prescindiendo del material crítico indispensable, las informaciones exactas sobre la época, el ambiente mental, los antecedentes de los temas, etcétera, incurrirá en error […]
Pero más que buscar lo autobiográfico en la obra de Dostoievski ‒aunque es recurrente en los 5 vols. en el sentido que acaba de mencionar A. Reyes‒ Frank hace un estudio de las fuentes de inspiración, de las técnicas literarias y de los métodos de composición de cada obra, de muchos de los manuscritos y de sus diarios, así como de su vida privada y familiar usando casi siempre fuentes primarias. Incluso, Frank actúa más como esperaba Oscar Wilde; a saber, como el crítico que indaga las fuentes documentales del artista, que estudia el contexto de manera minuciosa para saber de qué se nutrió, qué lenguaje cotidiano empleaba, qué leía y qué estudiaba, cómo vivía, cómo amaba, cómo odiaba y la esencia de su mundo familiar, sexual, amoroso y social. Es decir, Wilde quería que el crítico, más allá de desarrollar su ‘alteridad’ con el artista estudiado e intentar ser otro (Wilde nunca usó la palabreja ‘alteridad’ en su ensayo), pretendía que fuera el artista mismo, que estuviera a su altura. Pero, si bien es casi un imposible que esto suceda, muy pocos críticos profundizan de esta manera en la vida y la obra de un artista. Parodiando a Kafka cuando decía que para valorar adecuadamente un diario había que ser diarista, para valorar adecuadamente a un escritor creativo ‒escribir una crítica o su biografía‒ se necesita ser escritor creativo, no cualquier escritor. ¿Cómo si no? ¿Cómo ir entonces al meollo creativo del artista si no se piensa y se actúa como tal?
Dado el trabajo de Frank sobre Dostoievski, que duró algo así como 60 años de su vida (1918-2013), se entiende la apreciación de Coetzee sobre la obra de Frank en el sentido de que el “objetivo principal, dilucidar el contexto en el que escribe Dostoievski ‒personal por un lado, social, histórico, cultural, literario y filosófico por otro‒ (Costas extrañas, p. 157), Frank logra triunfalmente su objetivo.” Es decir, según Coetzee, para escribir una biografía basta con que el crítico/biógrafo esclarezca minuciosa y solamente un contexto de trabajo. Desenmarañar y dar cuenta de la praxis imitativa de un escritor de ficción, para ponerlo en otros términos, sencillamente es un trabajo que puede hacer cualquier investigador juicioso, es decir, un crítico o un académico. Y si esto es así, y ha sido así desde los tiempos de Aristóteles y de los filólogos de Alejandría del s. iii a. C., ¿en dónde ha quedado el análisis creativo de una obra de ficción narrativa? Y para formular la pregunta adecuada: ¿por qué el crítico/biógrafo es incapaz de, más allá de investigar una praxis imitativa, no se adentra en la expresión creativa que escapa a la mimesis? Es probable que el crítico/biógrafo moderno no se haya formulado nunca estas preguntas, pues ha sido común, desde el esteticismo de los siglos xviii y xix y hasta nuestros días, que el trabajo analítico se haya centrado primero en la forma, y luego en el contenido, no en la experiencia creativa en narrativa de un texto ficcional. Ésta es distinta de la experiencia poética. Ambas experiencias son diferentes, tanto, que este no es el espacio para entrar en ese debate. Para una ampliación, véase mi ensayo Topología del relato criminal (2024).
Desde el punto de vista del escritor que escribe ficción, la experiencia creativa en narrativa no se trata de la vida y milagros en el día a día del escritor. La experiencia creativa en narrativa es el momento en el que, más allá de la planificación, la revisión de notas y la elaboración de las líneas generales de un texto, el escritor pierde la noción de sí mismo, del tiempo y del espacio, de lo que sabe y no sabe, y ordena su escritura como el demiurgo ordena el mundo y le da un sentido impensado y no racional conocido a las cosas e instaura nuevas reglas y nuevas lógicas. Abandona su proceder profesional y se adentra, generalmente por lapsos de tiempo no demasiado largos (unos minutos, unas horas, en excepciones, días) en el mundo de la creación textual pura. Entiendo experiencia creativa en narrativa como elaborar algo que antes no existía, diferenciándose de la innovación, que es un algo pensado o hecho a partir de una idea o de un texto; es decir, de un artefacto que ya existía. En el mundo de la experiencia creativa en narrativa, existe el trabajo de una o varias formas que es o son nuevas; en el la innovación literaria existe el trabajo de una o varias formas ya establecidas, de un artefacto ya hecho. Se podría argumentar que en la experiencia creativa en narrativa ya existen los conceptos de ‘experiencia’, de ‘literatura’, de ‘ficción’, etcétera y por tanto el escritor continúa en un mundo mimético en el que simplemente innova. Es más, se podría ir más lejos y argüir que el escritor creativo no inventó el lenguaje. Pero nada de esto no es así. Desde el nacimiento de la escritura argumentativa (y poética) en Occidente hacia el siglo v a. C. durante el clasicismo griego, han sido lo escritores creativos los que le han dado forma a todos los géneros literarios y han convertido los textos argumentativos en textos de ficción, no los críticos ni comentadores de textos. Para una muestra, que proviene de ese siglo iv-v a. C., tenemos El banquete, de Platón, que si bien es usado como un texto filosófico, también se puede disfrutar como un modelo de novela corta de ficción. Por lo demás, si se quiere discutir diciendo que el escritor de ficción (y de poesía) tampoco inventó el lenguaje, reitero que es falso. La construcción de la cultura es distinta de la del mundo natural (dicotomía planteada ya en el Siglo de las luces y teorizada por Marx) porque el humano inventó, ficcionalizó, narrativizó o principió a elaborar una narrativa del mundo para intentar entenderlo y vivir en él.
Kafka lo sintetiza cuando dice (Diarios, Mondadori, 201, 533):
Todo es fantasía, mi familia, la oficina, mis amigos, la calle, todo es fantasía, más lejana o más próxima, la mujer es la más próxima, lo único que es verdad es que te rompes la cabeza contra el muro de una celda sin ventanas ni puerta.
Entre los escritores creativos de ficción (los hay de todas las tallas) encontramos, por ejemplo, a Cervantes y a Shakespeare (para ir más allá de la ‘cuestión shekespeariana’), E. A. Poe, H. von Kleist, Dostoievski, G. Flaubert, Joyce, A. Carpentier, F. Kafka, S. Beckett, Y. Kawabata. T. De Quincey. Entre los innovadores (también los hay grandes, medianos y pequeños) tenemos a Daniel Defoe, M. Proust, R. Kipling, B. P. Galdós, A. Polgar, S. Lewis, C. Fuentes, J. M. Coetzee, R. Ford.
Dejo aquí abierta la discusión y vuelvo al párrafo de J. Frank que me llevó a reflexionar sobre la experiencia literaria como una consecuencia del pensamiento profundo del escritor de ficción a la hora de sentarse (o pararse, como Hemingway) a trabajar.
2
Frank dice a propósito de Pobres gentes (Dostoievski. Las semillas de la rebelión, J. Frank, FCE, 1984 [1976], 206):
No sé si exista un término perfectamente adecuado para describir este proceso de parodia formal utilizada para reforzar el tema. Lejos de ser la relación antagónica de un parodista respecto a su modelo, se parece más a la de un crítico que tiene una actitud positiva con dicho modelo y que está dotado de la capacidad creadora para dar nueva forma a una obra de modo de lograr una armonía entre su forma y su contenido. Tanto Pobres gentes como El capote contienen la misma composición gogoliana de “risa a través de las lágrimas”, pero en proporciones diferentes; en Gogol, lo principal es la “risa”, mientras que lo que predomina en Dostoievski son las lágrimas.
Se trata de un pasaje sumamente extraño escrito por un biógrafo/crítico que ha ahondado ‒literalmente como ningún otro en Occidente‒ en la vida y en la obra de Dostoievski, como dije, de manera admirable. Pero tampoco debe extrañar que así sea. No podemos pedirle a ningún crítico con mentalidad de crítico que comprenda el meollo del asunto. A saber, si Dostoievski parodiaba o no a Gogol o a Tolstoi o a Dickenes o a cualquier otro. Los críticos no saben ir más allá de las meras comparaciones y de los conceptos, son incapaces de ver, como en este caso, en dónde radica el asunto. En cierto sentido, si este escritor parodia o no a este otro, en literatura de primera línea, es irrelevante. Es una analogía boba y simplista que puede hacer un estudiante promedio. Lo que importa aquí es que durante el proceso creativo de la mente llena de contradicciones de Dostoievski, el escritor, durante la escritura, cuando se ha sentado a su escritorio y tiene la pluma en la mano, papel blanco en frente y escribe, en ese instante que se transforma en un tiempo indeterminado para el escritor ‒minutos, horas‒, pues el tiempo desaparece cuando la concentración es absoluta, el escritor se convierte en un ente que sirve de medio para que, a través de la mano que lleva pluma, se escriba la historia que tiene en la cabeza. La historia no la escribe el escritor (el de primera categoría), la historia (el relato) obliga al escritor a conseguir pluma y papel, lo obliga a sentarse y hace que esa mano dibuje letras, palabras, frases, oraciones, párrafos, páginas, de un modo endemoniado, casi sin consciencia del escritor. El escritor de primera línea, el que no le hace caso a ninguna moda ni a ninguna ideología ni a ningún canon ni siquiera a ninguna gramática, va directamente al centro del relato y, palabra a palabra, coma a coma, lo entrega todo. Este escritor no es el que tiene que ganarse, a cada instante, al lector, pues lo tiene ganado con la primera línea que escribe. En esa primera línea se concentra, como si fuera TNT, la autoridad narrativa que empieza a desplegar poseído por la plena consciencia de lo que hace, al tiempo que es dominado por la inconsciencia de donde nace su autoridad. Esa autoridad es intelectual, ética y moral y se funde en el enlazamiento de cada palabra, de cada frase y de cada párrafo. Dostoievski, en Recuerdos de la casa de los muertos, al comentar sobre su escritura, señala que es como caer en “un estado de éxtasis”, que críticos ‒incluyendo a Frank‒, lo asocian con la epilepsia y sus breves estados de hiper consciencia. Ejemplos de estas famosísimas caídas de nuestro escritor en esos estados “místicos”, están en personajes de todas sus novelas, bien sea veladamente, de manera explícita o de manera directa. Quizá en la novela en la que Dostoievski hace un anudamiento entre su ‘estado de éxtasis’ e hiper consciencia, es en Memorias del subsuelo (1864). A lo mejor por eso se trate de una de las novelas, según Coetzee en Cartas de navegación, esenciales a tener en cuenta en el desarrollo y evolución de la autobiografía literaria.
No existe ningún término “perfectamente adecuado para describir este proceso de parodia formal”, como afirma Frank pues, aunque conscientemente Dostoievski haya pensado en hacer una parodia de El capote, a la hora de sentarse a escribir, esta intención quedó diluida como un gota de tinta en una piscina. La historia se impone al escritor, lucha por salir de su interior y en ese tránsito lo arrasa. Un escritor que llega a estos niveles de concentración, queda literalmente agotado al final de su historia.
Una obra escrita como quiere Frank, según sus parámetros, sería una obra fallida, una obrita sin importancia. De ahí que sería demasiado ingenuo imaginar al joven Dostoievski ‒cuando publicó Pobres gentes tenía algo más de 23 ó 24 años‒ sentado esperando a que la historia se materializase en el papel como si fuera un fantasma, por ejemplo, de Henry James. Claramente no fue así. Hay mucho más en juego en el mundo ficcional de un escritor, y más en un escritor de primera categoría que está en pleno proceso creativo. En este proceso creativo y de consolidación de ideas (estéticas, literarias, ideológicas, sociales, religiosas, artísticas, etc.), intervienen las creencias, su vida privada, sus apetitos de éxito y fortuna (por lo escrito, no por su personalidad) y sus necesidades profundas de hacer público un imaginario propio. Pero también están sus frustraciones, los recuerdos, así como la ambición de demoler lo instituido. Su fe, la seguridad en sí mismo al considerar que no existe otro modo en el mundo de decir lo que está diciendo. Pero más, todavía más, la infinita sucesión de imágenes y secuencias que componen el relato, que exigen ser escritas agarrando, literalmente, elementos de la vida cotidiana para tender lazos con la vida real, para crear verosimilitud. Si no fuera de esta manera, las historias, por muy fantasiosas que sean, no tendrían ningún nexo con la vida cotidiana, no impactarían a nadie, pues no se crearía lo que se llama, en la teoría literaria, el ‘pacto ficcional’; o mejor, no habría un principio de identificación del lector(a) con lo escrito. Es sobre lo que teoriza Lejeune (El pacto autobiográfico, 1975). Defender que llega un instante de absoluta concentración, de desprenderse de toda servidumbre ideológica, artística, moral, comercial, etcétera, en el que se vive a plenitud la experiencia creativa en narrativa, en el que la libertad es total, tiene sentido para quien ha vivido tal experiencia, que se acerca a la experiencia mística. En su Diario, Kafka habla de aislarse del mundo, de internarse en lo profundo de una gruta, un lugar al que no llega ningún ruido, en total soledad, en donde sólo habría un escritorio, una silla, papel y pluma para escribir. Un lugar al que iría, eventualmente, alguien que dejara un poco de agua y comida. Dice: “¡Lo que sería capaz de escribir entonces! ¡De qué abismos lo sacaría a la luz! ¡Sin esfuerzo! Pues la extrema concentración desconoce el esfuerzo […] [y] por fuerza se desencadenaría en mí una inmensa locura.” (Cartas Felice, 1912, citado en el prólogo, de E. Heller y J. Born, Alianza tres, 1977, 26).
Para llegar a la experiencia literaria, a la experiencia creativa en narrativa (sigo tomando esta palabra con recelo), se necesita ver el mundo más allá de la mera visión que suministra el arte. Se necesita de una comprensión superior que pueda proporcionar elementos al escritor para elaborar una síntesis del mundo que tiene ante sus ojos. ¿Quiere decir esto que la experiencia creativa en narrativa es para unos pocos? Sí. No todos los escritores (la mayoría somos de segundo y tercer orden, etcétera), viven o han vivido la experiencia creativa en narrativa, es una rareza. Existen miles de libros de excelente calidad cuyos autores no necesariamente han experimentado la creatividad pura, y quizá no la experimenten jamás. A mi modo de ver, como señalé ya, Dostoievski, Walser, V. Woolf, Proust, Kafka, Beckett, Kawabata y, por momentos, Faulkner, pertenecen a ese puñado de escritores de primera línea que, al decir de Kafka de sí mismo, podrían afirmar: “Soy literatura pura”. Al grupo de innovadores de primera fila, pertenecen J. Dos Passos, H.Böll, J. M. Coetzee, A. Moravia, en fin.
3
Coda. Entre 1901 y 1902, William James llevó a cabo un ciclo de 20 Conferencias en las Gifford Lectures, de Edimburgo, y en junio de 1902 apareció como libro con el título de The Varieties of Religious Experience: A Study in Human Nature, convirtiéndose casi de inmediato en un libro indispensable de la sicología. Desde entonces, recogiendo la larga tradición de conocimientos sobre la naturaleza de la religión natural ‒como la caracteriza James‒ y del misticismo que venían haciéndose de manera no sistemática hasta la llegada de la ciencia positiva durante el primer tercio del siglo xix, ha habido grandes desarrollos para comprender los estados alterados de quienes se ven abocados a un tipo de experiencia natural que va más allá de su conocimiento y puede conducir a la conversión religiosa o mística. Estas Conferencias de James, basadas en números estudios de caso, están en la senda metodológica ‒no filosófica ni conceptual‒ de Freud y dotan a la sicología conductual de una terminología y de un campo analítico bien delimitado. Tarea que estaba en mora de hacerse, pues desde el siglo de los enciclopedistas, filósofos, científicos y artistas (pintores, poetas, narradores), se había continuado con el cambio de modelo de pensamiento renacentista y se había pasado, ya desde los tiempos del empirismo de finales del siglo xvi y principios del xvii, a un pensamiento racional basado en la observación y análisis metódico, y sobre todo, en la comprobación, una y otra y otra vez, del hecho observado. Sin embargo, esto no quiere decir que el tránsito del pensamiento teológico o mágico al metafísico o filosófico y de allí al pensamiento científico o positivo, positivismo que se desarrolló a lo largo del siglo xix, haya eliminado, en el ciudadano común y en filósofos, científicos y artistas, su interioridad mágica o teológica. De hecho, desde épocas pretéritas hasta nuestros días, el espiritismo, el misticismo y demás creencias mágico / teológicas, han gozado de la misma aceptación, e incluso, con la llegada de la edad industrial y la tecnología, han adoptado formas nuevas. Formas a las que no han sido ajenos los artistas, en especial los escritores, que han tenido la fama de ateos, o al menos de agnósticos.
Un desarrollo singular de la literatura del siglo de los enciclopedistas fue el Bildugnsroman o novela de aprendizaje o novela de formación, pues se salió de la tradición de novelas para entretener y místicas y religiosas de carácter aleccionador o doctrinario de inspiración católica o protestante, y pasó a presentar temas en los cuales el plot o tema era didáctico, dentro de un pensamiento profundamente humanista, en el que lo fundamental era el desarrollo (sicológico, físico) del héroe, según una evolución física y emocional, como Las tribulaciones del joven Werther (1774). Este tipo de literatura, que comenzó con El filósofo autodidacto de I. Tufail de finales dl s, xvii y aún continúa con, por ejemplo, La amiga genial de E. Ferrante o El espíritu de la ciencia-ficcón de R. Bolaño, tuvo su vertiente positivista en el siglo xix con los movimientos naturalistas francés, italiano, alemán, inglés y español, que desarrollaron modelos de creatividad narrativa (no hablamos aquí de la poesía), inspirados ya no en la observación directa empírica, sino en una rudimentaria investigación social, como el caso del ciclo de 93 novelas de Balzac y las novelas de Stendhal y las 20 novelas de Les Rougon-Macquart, de E. Zola, en las que como se ve, existe un programa y una voluntad de los escritores para, sin que ellos lo hayan visto así, ser unos profesionales de las letras (no unos creadores, según he tratado de demostrar en este ensayo) que muestran los procesos sociales desde el Segundo Imperio hasta la guerra Franco prusiana. El caso de G. Flaubert, es distinto, pues extrajo lo mejor del pensamiento positivo (investigación de la realidad), al tiempo que trabajó en el perfeccionamiento de su espíritu artístico con tenacidad mística para alcanzar lo bello y así una experiencia literaria creadora.
Viéndolo desde la mi perspectiva de la experiencia creativa en narrativa, el pensamiento del siglo xix cimentó una manera de escribir ‘profesional’, en el sentido que obligó a los escritores a investigar, lo más a fondo posible, en la materia tratada para dar solidez y verosimilitud a lo narrado, alejándose de lo que en la época clásica griega se denominó ‘inspiración’, hálito insuflado por las musas, y Joyce le dio el nombre de epifanía y Heidegger iluminación. Es probable, ya que menciono de paso a Flaubert, que esa forma de trabajo narrativo, sea uno de los mejores ejemplos de escritura autobiográfica ‒como ha querido ver J. Frank en Dostoievski‒, pues los temas en Flaubert, como han señalado muchísimos autores, si bien fueron investigados en fuentes documentales (bibliotecas, museos) y viajes, alcanzaron una dimensión mayor por haber usado material propio; es decir, de la realidad inmediata y de su vida. En una carta enviada a Turguéniev el 8 de diciembre de 1877, dice: “En mi opinión, la Realidad sólo debe ser un trampolín. Pero nuestros amigos [Zola, Daudet, Goncourt] están convencidos de que por sí sola ella constituye todo el arte.” (Flaubert / Tuguéniev. Correspondencia. Mondadori, 1992, 247). Con todo lo anterior no quiero decir que la obra de Flaubert, como tantos estudiosos e incluso los no especialistas lo saben o intuyen, sea de ‘inspiración personal’, o simplemente autobiográfica. Quiero decir que, para poder escribir, Flaubert extrajo de sí los recuerdos más dolorosos, jubilosos y jocosos y anodinos de su vida y, al escribirlos, los transformó casi de la misma manera que Rousseau en sus Confesiones. La diferencia radica en que mientras Rousseau en su obra pretende confesarse ante el público para obtener el perdón civil, no el divino como San Agustín, pues como este habla de sus ‘malas acciones’ y las pone en situaciones tales para que sean comprendidas, asimiladas y perdonadas por el lector, Flaubert busca el perdón no laico ni divino sino psíquico y artístico, diferencia que lo pone en línea directa no con su íntimo y tardío amigo ruso, Turgéniev, sino con Dostoievski. Flaubert y Dostoievski trabajaban casi de la misma manera, en el sentido que, cuando Flaubert lo hacía, no sólo tomaba nota ‘científica’ de lo iba a escribir, sino que, en palabras suyas, tras su regreso a Croisset, dice: “Disfruto del verdor, de los árboles & del silencio, de una manera completamente nueva. He vuelto al agua fría (una hidroterapia feroz) & trabajo como un loco furioso” (Flaubert / Tuguéniv, 188).
Dostoievski no se aislaba, necesitaba de la compañía de su esposa a quien a veces le dictaba o le leía en voz alta (Flaubert también leía lo suyo en voz alta, pero como generalmente durante sus horas de composición estaba solo, leía para sí mismo y corregía y corregía, de ‘manera feroz’). Los mejores momentos de creación narrativa de Dostoievski eran cuando se adentraba en su particular forma de vivir la experiencia literaria creativa.