
Juan Carlos Orozco Cruz
Profesor de Historia y Filosofía de la Ciencia e Investigador en Educación en Ciencias del Departamento de Física de la Universidad Pedagógica Nacional. Miembro del Grupo de Investigación Física y Cultura. Investigador en historia y filosofía de las ciencias y sus relaciones con la enseñanza de las ciencias, con énfasis en historia de la teoría de campos, orígenes de la física moderna, epistemología de la química y relación de la física con otras disciplinas.
Es autor de medio centenar de artículos sobre historia y didáctica de las ciencias, gestión del currículo y políticas educativas, incorporación de Tics a la formación de maestros y gestión del conocimiento, en revistas especializadas del orden nacional e internacional.
Un magisterio jovial
01 de septiembre de 2023
En el vacío gira, sin urgencias
y libre, nuestra vida, pronta siempre a los juegos,
pero en secreto siente la sed de la realidad,
de crear y alumbrar, de sufrir y morir.
Josef Knecht, Poesías de juventud.
Ocho décadas atrás se publicaba la que sería última novela de Hermann Hesse, El juego de abalorios. La saga biográfica de Josef Knecht, Magister Ludi de la mítica Castalia. Ochenta años después, ante la debacle de la educación, a todos los niveles y por todos los confines, la vigencia de sus reflexiones y enseñanzas no pueden reclamarse más vigentes.
Producto de un proyecto que le llevó más de una década, el autor de Sidharta y El lobo estepario deconstruye la rígida escuela alemana y con ella una tradición pedagógica en la que se forjó la ciudadanía que se inmolaría obediente, en dos ocasiones en solo treinta años, arrastrando a su paso a toda Europa; exacerbando lo más ruin de todos los actores en conflicto; endosando el futuro a las más siniestras maquinarias de la muerte.
La crítica no puede ser más contundente. El fin último de la educación no puede seguir siendo el hacer productivo de la tecnociencia, la obsesiva acumulación de bienes materiales. En el entorno para la formación del espíritu, el cuidado del cuerpo y la ocupación de la mente habrá de operar otra jerarquía del conocimiento; muy distinta a la episteme que consolidó la modernidad en su alocada carrera por desterrar el mito y someter la vitalidad a la razón.
¿Por qué no pensar en ubicar en la cumbre la desencadenante complejidad del juego, la confluencia de todo conocimiento en la experiencia lúdica? En torno a ésta, como encuentro culminante de lo sublime, habrán de disponerse las otras enseñanzas junto con sus aprendizajes: la música, las humanidades, las matemáticas; la ciencia y la técnica en el lugar de no privilegio que les corresponde. Una inversión radical de la escabrosa educación a la que aún nos aferramos y a cuyas reformas cosméticas seguimos apostando, a pesar de la contundencia de sus fracasos. Porque, de la mano de sus múltiples actores, la escuela no sale indemne del desesperanzador presente que vivimos.
En el momento más crítico de la Segunda Guerra Mundial Josef Knecht hace eco del pensamiento de Nietzsche sobre la escuela alemana plasmado en sus conferencias de 1872. Y Hesse nos enrostra, como años después Ivan Illich en La sociedad desescolarizada y, en tiempos más recientes, Michel Serres en Pulgarcita, que el fiasco de la educación es, también, la crisis de una pedagogía esencialista anclada en la Modernidad.
Una pedagogía que desdeña la creatividad y menosprecia la vida contemplativa, pero corre presurosa a reclamarse como el saber fundante que anticipa toda práctica y se impone a la experiencia. A la saga de las ciencias del siglo XIX, se empeña en prescribir la enseñanza de unos saberes que, las más de las veces, no logra comprender. Adosada en la soberbia que acompaña a la ignorancia, ajena al devenir de la experiencia magistral se atrinchera en las universidades para defender, con discursos altisonantes y prácticas contradictorias, la institucionalidad física y normativa en la que se perpetua la fragmentación del conocimiento, el yugo de la evaluación y la pauperización del espíritu.
Reforma tras reforma, la educación insiste en reproducir un compendio simplificado y distorsionado de la historia de las ciencias, la filosofía y las matemáticas; una retahíla de opiniones acerca de la sociedad y la política; una versión aminorada de las artes y la música. Aún más, un remedo idealizado de la ciudadanía y la democracia. Y con ello, se propicia un simulacro de conocimiento, desprovisto de problemas y ausente de experiencia, vertido en pequeños catecismos escritos en lenguajes esotéricos.
Pero es en el momento de la mayor tragedia de la humanidad que un humanista vuelve los ojos sobre la educación y, en lugar de ocuparse de la barbarie fratricida, dedica las más profundas consideraciones a la formación del ser y al hacer del maestro. En la apacible Castalia el maestro ocupa un lugar protagónico como portador del magisterio. No en su mera condición de educador, ya de por sí demandante. Menos aún como funcionario de un laberíntico sistema burocrático, dispuesto para reproducir la cultura hegemónica; amén de asalariado, propiciador del ocultamiento de la vitalidad creadora y la emocionalidad manifiesta.
Muy por el contrario, se nos presenta como un cuidador del ecosistema que la cultura precisa en su desplegarse transformador; un conversador acucioso, dispuesto a escuchar e interrogar la inteligencia que poco a poco experimenta y empieza a comprender los misterios que entretejen la complejidad de su mundo. Y ese maestro que acompaña la experiencia que posibilita surgir lo digno de ser interrogado en sus aprendices, hace del aprender constante su compromiso y del esfuerzo intelectual su lema.
El rigor que se exige es, a su vez, la imagen de las dignidades que alcanza. Pero, por encima de todo, la máxima expresión de su magisterio sólo adviene en el acto de renunciamiento a todo deseo de prolongarse en sus alumnos, a toda tentación de adoctrinar discípulos. Con la convicción de que advertir de los riesgos de extravío o de naufragio, a quien le ha sido encomendado como el nuevo eslabón de la finitud que se prolonga en el tiempo, hecha cultura y plenitud de la vida, bien merece el más alto sacrificio.
Y, en el juego de lo simple, en el que se expresa la complejidad superior, emerge el más profundo sentido de la educación. Aquel que se opone a la razón calculadora y a la manía por acumular, a la agobiante búsqueda de éxito, a la pleitesía y los honores pasajeros como expresión suprema de la mejor escuela. Aquel fin que reclama del maestro renunciar a lo que en su momento llamó Montaigne la presunción de saber que se pavonea por las academias, en la mayoría de los casos ataviada de títulos y diplomas, pero desprovista de toda sensibilidad. Sentido que, en pocas palabras, se refiere al conocerse a sí mismo en comunión con los otros que comparten la casa tierra.
Visionario o no, Hesse nos sitúa en un futuro lejano. Quizás para decirnos que la transformación de la educación es empresa de largo aliento. Tal vez para advertirnos que estamos en mora de emprender la tarea y que dejarla a otros o confiarla al poder de la técnica no es la opción adecuada.