Juan Carlos Orozco Cruz

 

Juan Carlos Orozco Cruz

Profesor de Historia y Filosofía de la Ciencia e Investigador en Educación en Ciencias del Departamento de Física de la Universidad Pedagógica Nacional. Miembro del Grupo de Investigación Física y Cultura. Investigador en historia y filosofía de las ciencias y sus relaciones con la enseñanza de las ciencias, con énfasis en historia de la teoría de campos, orígenes de la física moderna, epistemología de la química y relación de la física con otras disciplinas.

Es autor de medio centenar de artículos sobre historia y didáctica de las ciencias, gestión del currículo y políticas educativas, incorporación de Tics a la formación de maestros y gestión del conocimiento, en revistas especializadas del orden nacional e internacional.

En mil palabras

 

11 de agosto de 2023

Desde los lejanos tiempos de Babbage se sueña con un autómata perfecto; la máquina capaz de calcular lo incalculable. Y a partir de ella construir otra inteligencia capaz, a su vez, de resolver por nosotros los más intrincados problemas. Todo pareciera indicar que estamos a pocos pasos de lograrlo. Por estos días se asiste a una euforia desbordada por las posibilidades que nos brinda la inteligencia artificial, IA. En todos los confines se experimenta una especie de embriaguez, de incondicional optimismo por parte de los más diversos profesionales en los más inusitados oficios. Pero, al mismo tiempo, un número no desdeñable de escépticos o pesimistas, de críticos y visionarios, advierten que el costo de tal hazaña empieza a mostrarse impagable. Despertar el Golem tiene sus consecuencias.

En nuestro afán por comprender a Dios y hacernos a su semejanza, hemos terminado por incurrir en sus más grandes errores: plasmar la propia imagen en una entidad de otra naturaleza. En nuestro caso, trascender la finitud de lo corpóreo mediante la creación de una inteligencia, desprovista de lo sublime del alma; materia sin espíritu que aprende en un incesante proceder algorítmico.

Una inteligencia que, en su simpleza artificial, nos demuestra a cada instante cuán precarios somos y nos recuerda con cada nuevo clic qué tan frágil es nuestra memoria; qué tan prescindibles somos si el escaso preguntar que nos asiste, lo endosamos a una razón maquinal que, por demás, presumimos infalible.

La culpa de Dios es el pecado del hombre. Soberbia que los hace Uno. El pecado del hombre es la perversidad de la razón binaria que alimenta las máquinas que lo esclavizan. Creado en dos tiempos, doblemente condenado.

Una forma poco gentil de decirlo es que, en el metaverso, no somos más que datos produciendo datos. Entes desprovistos de toda humanidad. Y esa realidad cifrada que allí somos se proyecta con toda su fuerza sobre nuestro mundo cotidiano y aquí nos modela, nos condiciona y determina.

Somos poco más que cifras dispuestas para el uso de los tantos procesos algorítmicos en los que se resuelven afanes y angustias, aspiraciones y fracasos, soledades y desencuentros. Atrapados en las redes del procesamiento digital, inmensurables cadenas de enlaces binarios, discurrimos en una vorágine de acelerados instantes en los que se fragmenta el tiempo. En un vértigo de experiencias efímeras y sensaciones virtuales en el que todo se nos torna aparente, incesantemente volátil, inmisericordemente fugaz. Perfiles en busca de perfiles con quienes intimar.

Las dificultades que entrañan las conexiones que nos posibilitan el ensayo y el error, la aventura abductiva, la vigilia a la espera de lo emergente, y que son imprescindibles para la construcción de pautas que orienten las acciones, todo ello se desvanece en una sucesión supraordenada de bits dispuestos en cuasiinfinitas cadenas en las que se entrelazan unos y ceros: el empobrecido lenguaje de las máquinas.

La emoción de conocer y el placer por existir empiezan a perder su encanto. Porque conocer, en su sentido más profundo, no nos libera, pero nos enaltece. Por eso nos exige sacrificios y nos demanda dedicación permanente. Y las humanidades nos ayudan a reconocer que comprender es doloroso, pero también nos brinda la satisfacción de ubicarnos en el mundo en relación con los otros y de comunicar sentido a todo cuanto hacemos, por insignificante que parezca.

La construcción de sentido escapa a la lógica algorítmica. Sentimientos y emociones son, de suyo, inconmensurables. La definición del sentido es un acto de pensamiento que compromete la esencia de lo humano. El encuentro entre el espíritu y la razón; la conjunción de creencias y conocimientos en su vínculo con los significados de que se dota a la existencia.

Entregados sin más a la IA nos abocamos a la tragedia que acompaña a Funes el Memorioso, pero esta vez sumada a la angustia de perder de súbito la conexión con el cerebro externo al que hemos confiado incluso nuestros recuerdos más íntimos. Tenemos a nuestro alcance casi toda la memoria que la humanidad ha acumulado durante varios milenios, pero nuestra memoria personal se hace cada día más frágil. Navegamos por los insondables océanos de la información sin los instrumentos adecuados. La educación que se nos ofrece poco puede hacer para salvarnos del naufragio.

Desbordada la capacidad individual de los humanos en su acumulación y procesamiento de información, las nanotecnologías informacionales se instauran en un lugar predominante para la toma de decisiones y la construcción social de la verdad, dos de los componentes nucleares de la producción de conocimiento. Actividades exclusivas hasta no hace mucho tiempo de los colectivos humanos, en tanto comunidad de individualidades pensantes, se desplazan hoy en día hacia complejos neuroelectrónicos en los que se suceden procesos algorítmicos a la vertiginosa velocidad de la luz.

Decisiones en las que la duda, el dilema ético o la suspensión del juicio son desplazados por el peso de las estadísticas o la lógica probabilística. Y que harán posible el accidente global del que nos prevenía Paul Virilio desde finales del siglo pasado y ratifican la sentencia filosófica que, en su momento, expresó Hobbes para dar cuenta de la pulsión autodestructiva de lo humano.

La IA computa nuestras emociones. Emociones que se exacerban en el metaverso, alimentado por las redes sociales. Lo peor de nosotros, en su forma algorítmica, puede llegar a constituir el criterio de valoración de más peso con el que la IA asuma las decisiones. Éstas bien podrían llegar a expresar no otra cosa que el peligro que representamos para nuestra propia existencia.

Más aún, embarcados en la carrera por el dominio de ese máximo poder, a la velocidad de los cómputos cuánticos, nos exponemos a no disponer del tiempo para comprender que el riesgo mayor no es la IA en sí misma sino quienes la hemos construido. Quienes la alimentamos con nuestros miedos; quienes confiamos a ella nuestras posibilidades de opción.

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