Juan Carlos Orozco Cruz

 

Juan Carlos Orozco Cruz

Profesor de Historia y Filosofía de la Ciencia e Investigador en Educación en Ciencias del Departamento de Física de la Universidad Pedagógica Nacional. Miembro del Grupo de Investigación Física y Cultura. Investigador en historia y filosofía de las ciencias y sus relaciones con la enseñanza de las ciencias, con énfasis en historia de la teoría de campos, orígenes de la física moderna, epistemología de la química y relación de la física con otras disciplinas.

Es autor de medio centenar de artículos sobre historia y didáctica de las ciencias, gestión del currículo y políticas educativas, incorporación de Tics a la formación de maestros y gestión del conocimiento, en revistas especializadas del orden nacional e internacional.

Historicidad y desocultamiento

 

15 de septiembre de 2023

 

No pocos intelectuales del siglo pasado se ufanaron del fin de la historia. Amparados en la hipótesis del no metarrelato, se erigieron en jueces de toda episteme, declararon la ausencia de lugares privilegiados y, contra todo relativismo, cautivaron las cátedras universitarias y desterraron el sentido de historicidad de los distintos saberes al desván de lo ya superado. En los territorios conquistados, se optó por un álbum de narrativas dispersas, plagadas de neologismos con pretensión de conceptos, con la ilusión de que en éstos se realizaba el encuentro con la filosofía. Al cabo, a esta última la orfandad la asistía.

Al privilegiar la condición de su factura sobre lo que la hacía posible, por muchos se dejó de lado que quien escribe la historia, por encargo o con ciego compromiso, está dispuesto para privilegiar una forma de verdad, para invisibilizar las verdades de otros diferentes y ocultar aquello de la ideología a la que sirve que muestra sus yerros, sus crímenes y sus perversiones. 

Y esto no acontece en exclusivo con la historia de los vencedores. Si bien en este caso se hace más evidente en su insistencia por perpetuar su hegemonía a toda costa, mediante la acción sistemática de modelación de las conciencias individuales y colectivas. Se verifica también en la historia de los vencidos en tanto se hace uso de ella para arengar la lucha antihegemónica y alimentar ideologías igualmente sedientas de poder; por ende, de venganza.

Sin este sentido, se impone un igualitarismo rampante, la mismidad y la otredad se desvanecen. El sentido de historicidad permite, justo, dar cuenta de esta pulsión que se manifiesta en la gran mayoría de los historiadores y a la que, bien por afecto bien por prevención, terminan adhiriendo la casi totalidad de los educadores. ¿De qué es historia, en definitiva, la historia?, es pregunta que ha perdido su vigencia. Al menos, como lo determinante de la finalidad de lo histórico. En virtud de tal pulsión, se sobredimensionan hazañas, se magnifican acciones, se idealizan protagonistas y se mitifican valores. Se ocultan, también, fracasos y desaciertos, se subvaloran registros, se desvirtúan documentos, se invisibilizan actores.

Pero esto no significa que interrogar el devenir en el que somos con los otros en la tierra carezca de vigencia. La construcción que hacemos del tiempo y su estar en nosotros es mudable, se acumula y reconfigura como un todo en nuestra memoria hecha de experiencias, de recuerdos y de olvidos. Todos ellos sometidos, a su vez, a la volubilidad de nuestras formas de apreciarlos. A la emocionalidad que convive en nuestros juicios. De allí no podría, no obstante, inferirse como inevitable que el sentido mismo se diluya en lo mero subjetivo. Precisamos de un lugar en el cual afirmar nuestra existencia, desocultar lo que se vela en lo narrado.

Cuando ya no somos un algo que transita en el tiempo, la historia deja de ser sucesión de acontecimientos, pasado acumulado, repositorio de crónicas. La inseparabilidad espaciotemporal produce, justo, la emergencia de una historicidad inédita en términos de una conciencia de sí que se actualiza en el extrañamiento de una contingencia que deviene presencia y ausencia en y con los otros. Todo evento es local pero expresa la conexión no simultánea con eventos que se manifiestan en vecindades, próximas o remotas, de las que tenemos noticia. Y todo evento es intersubjetividad que se historia.

Cuando se mira hacia atrás con una sosegada irreverencia, actitud que acompaña el sentido de historicidad, se puede concluir, por ejemplo, que el marxismo fue una construcción pequeñoburguesa. Y, como a toda construcción de este tipo, le asistió su momento en la historia, su propia experiencia de globalización, su inevitable ocaso, la mala memoria de sus crímenes y un vetusto mausoleo en el ostentoso camposanto de la academia.

Para muchos, este es un dolor irreparable que solo se palia de momento con considerables dosis de fe y persistente trabajo misionero. Lo que incluye promover la vocación entre los jóvenes; procurar en cuerpo ajeno los arrestos y las convicciones que no hicieron posible las revoluciones que soñaron imitar antaño y que hoy siguen contemplando con nostalgia, en las ruinas y reliquias de los santuarios socialistas dignos de peregrinación.

Con esta toma de distancia, se puede, entonces, arriesgar la opinión de que Marx no explica el capitalismo, no da cuenta del capital, pero, sin duda, su denodado esfuerzo intelectual ayuda a comprenderlos y, sobre todo, a entender que el sueño cimero del siglo XIX, de una teoría científica de la historia, de una teoría materialista del todo, en su más amplia acepción, fue un sueño que estaba condenado al fracaso y, de la mano de sus más recalcitrantes y ortodoxos seguidores, terminó en una horrible pesadilla.

Esto, por supuesto, no viste al liberalismo con el manto de la virtud. Su desbordada capacidad para falsear realidades, para acumular y concentrar riqueza, en indisoluble alianza con el hacer tecnocientífico, se muestra en perspectiva como una amenaza a la existencia, como una inevitable procesión hacia la negación de la vida. En su agenda, el conocimiento claudica en su promesa emancipadora y deviene instrumento que discrimina y envilece, mercancía que se disputa, bien que se escatima. Cautivos en la red, la sigilosa Aracne nos inocula sus venenos; ejércitos se zombis parlotean y vociferan.

El supuesto del fin de la historia aparece, así, como un ocultamiento del sentido perverso que imponen unos pocos al tenor de la enajenación que asiste a una humanidad que se ha desentendido del sentido de lo histórico. Una humanidad que se siente libre bajo el yugo de las crecientes necesidades que el consumismo construye y la institucionalidad legitima, con una retórica de derechos sinuosos en los que, no pocas veces, la eticidad naufraga y la autenticidad declina.

Y este desentendimiento marchita la democracia, favorece el mesianismo y avasalla la crítica. Con el nuevo comodín de la posverdad se adormece la memoria, se olvidan las víctimas y se enaltece al victimario. Se condena por sospecha o se disculpa por simpatía. Se va dando paso a una cultura anómica y ahistórica, paradójicamente moralista, que muda su forma al ritmo de las veleidades y el humor de los poderosos de turno.

 

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