David Andrés Rubio G.

 

David Andrés Rubio G.

Profesor Asociado de la Universidad Pedagógica Nacional. Consultor en diferentes proyectos en educación para entidades como el Instituto de Investigación en Educación de la Universidad Nacional de Colombia, el Ministerio de Educación Nacional, el Instituto para la Investigación Educativa y el Desarrollo Pedagógico -IDEP, entre otros. Miembro del grupo de investigación Historia de la práctica pedagógica en Colombia, del Grupo de Estudos e Pesquisas em Currículo e Pós-modernidade – GEPCPós en Brasil, y de la Red de Investigación en Educación y Pensamiento Contemporáneo -RIEPCO. Autor de varios artículos en revistas especializadas y de varios capítulos en libros de ensayo y resultado de investigación.

Inutilidades

06 de octubre de 2023

Toda actividad de naturaleza filosófica se caracteriza por su alto grado de inutilidad. El pensamiento volcado sobre sí mismo es un acto que no produce nada; al contrario, mucho se cree que solamente puede ser considerado trabajo aquello que reporte tanto agotamiento físico, como resultados materiales. Sin embargo, solamente las actividades inútiles, esto es, que no generan utilidades o ganancias en sentido económico, son aquellas que nos libran de estados de barbarie. En sus otras acepciones, la actividad del pensar inútil (alguien puede decir que hay actividades del pensamiento que derivan en productos de alta utilidad para la vida, como son los casos de la investigación aplicada) se asocia con un tipo del filosofar que, conduciendo a nada concreto, no genera provecho para resolver problema ninguno. Vivimos en la era de resolver problemas, porque la vida cotidiana se convirtió, por la fuerza de los tiempos, en todo aquello que una persona hace en vigilia: resolver pequeños problemas. Lo paradójico es que vivimos en una era de las máximas condiciones de vida y, por lo tanto, de tiempo libre, de ocio en sentido fuerte. Nunca, como hoy, tuvimos tanto tiempo para pensar (¿cuántas horas del día necesitaron los primeros homínidos para resolver el alimento y el refugio?), como parece que nunca, como hoy, lo despilfarramos en la banalidad de lo inmediato.   

Entre tantas cosas del orden de lo inútil, hay unas más inquietantes que otras. Por ejemplo, preguntarse si desde las primeras formas humanas contamos con un yo interior, o self, como dirían los anglosajones (aunque esta voz en realidad habría de traducirse como «sí mismo», lo cual no es equivalente a la idea del «yo interior», inútil diferencia que dejaré para después), o si, por el contrario, el «yo» es más bien reciente en nuestra historia, lo cual lo degradaría al lugar de las invenciones, restándole toda su fuerza esencialista. Otra inutilidad, en la misma línea, es pensar sobre las razones que hacen que nuestro «sí mismo» (y de una vez por todas me decanto por la traducción más adecuada de self) haga unas cosas y no otras; qué es lo que hace que el sí mismo de cada uno elija en una u otra dirección; por qué nuestro hacer es tan disímil entre individuos, al punto de llevarnos a considerar si es o no aceptable que nos autonombremos como especie humana, a sabiendas de que solamente en la nuestra se rompe la regla según la cual lo que hace la especie, lo hace cada uno de sus individuos y viceversa. O tal vez en nombre de esta excepción, precisamente, es que hay regla.         

Pensar en asuntos inútiles, como este, no necesariamente significa un pensar original. De hecho, no hay pensamiento que comience desde cero, pues no inventamos el lenguaje cada vez que nos disponemos para el pensar. Así las cosas, está claro que preguntarse por la naturaleza de las elecciones del sí mismo se ancla a una larga tradición de pensamiento en que ambas cosas, el problema de las elecciones y la cuestión del sí mismo como elaboración histórica, han sido el objeto de los hacedores de lo inútil.  

Por ahora planteo que la posibilidad que tiene el sí mismo de elegir entre una y otra opción se apareja con su capacidad de interés. El sí mismo tiene unos intereses que no le pertenecen, pero que hacen que elija. Y no le pertenecen porque los intereses no forman parte de «su» interioridad. No hay un sí mismo como parte de la naturaleza humana (¿existe acaso tal cosa?), del mismo modo en que los intereses del sí mismo no son de su propiedad en sentido estricto. «Actúo de acuerdo con mis intereses» es una afirmación que parte de dos premisas discutibles: que un individuo actúa con independencia plena (actúo con arreglo a intereses que son de mi propiedad) y que, además, tal actuación se da en relación con unos intereses propios. La etimología del interés nos muestra cómo aquello interesante lo es en tanto efecto de una relación: el interés se halla entre un sujeto y uno o unos objetos. Es más, el interés, en alguna de sus acepciones, es cualidad de un objeto, esto es, su valor. Los objetos pueden tener un interés o un valor, y tal cualidad no depende de los sujetos que los observan; el interés, de nuevo, se halla fuera de nosotros.         

En el extenso hilo de pensamiento sobre asuntos inútiles, hay una línea que es próxima de la filosofía política que ha mostrado una filiación entre el concepto de interés y la creciente preocupación, después del siglo xvii, por ejercer control sobre las pasiones humanas. Según esta línea, tres tendencias se pueden discernir entre los procedimientos empleados para el control de las pasiones, especialmente en la Inglaterra posterior a Carlos II: a) una intensificación en la actitud represiva del soberano, incluyendo castigos cruentos; b) la introducción de técnicas de control por parte del Estado, más que de medidas represivas. En este caso, se trataba de canalizar pasiones tales como la avaricia, la ferocidad, y la ambición, a fin de convertirlas en fuentes de acción benéficas para la economía: la avaricia podría favorecer al comercio, la ferocidad a la defensa de la nación, y la ambición sería clave para el hombre político. Por último, c) la promoción de pasiones compensadoras, esto es, unos procedimientos de gobierno de cuño rousseauniano, según los cuales, del mismo modo en que la razón se gobierna con la razón, «las pasiones se gobiernan con pasiones». Esta tercera tendencia, que es más bien una síntesis de las dos primeras (las técnicas de represión junto con la conversión del caudal pasional de los hombres) fue tematizada por algunos (Helvétius, mediado el siglo xvii) como intereses. Los intereses son el resultado de transformar las pasiones en principios de acción útiles para el beneficio del Estado. Avaricia, ferocidad y ambición, del mismo modo que sus positivas contracaras (comercio, defensa nacional y política) aluden más a objetos que a rasgos de los individuos. No se «es avaro», sino que hay objetos que suscitan avaricia, de la misma manera en que la ferocidad se manifiesta ante la amenaza y la ambición se exhibe en relación con bienes.      

Los intereses del sí mismo no le pertenecen, pero le hacen actuar. El sí mismo vive sobre la base de intereses que son de distinta naturaleza; si todo interés, proveniente de una antigua pasión, fuera apenas económico, no resultaría en absoluto interesante el resquicio del pensamiento para lo inútil.

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