David Andrés Rubio G.

 

David Andrés Rubio G.

Profesor Asociado de la Universidad Pedagógica Nacional. Consultor en diferentes proyectos en educación para entidades como el Instituto de Investigación en Educación de la Universidad Nacional de Colombia, el Ministerio de Educación Nacional, el Instituto para la Investigación Educativa y el Desarrollo Pedagógico -IDEP, entre otros. Miembro del grupo de investigación Historia de la práctica pedagógica en Colombia, del Grupo de Estudos e Pesquisas em Currículo e Pós-modernidade – GEPCPós en Brasil, y de la Red de Investigación en Educación y Pensamiento Contemporáneo -RIEPCO. Autor de varios artículos en revistas especializadas y de varios capítulos en libros de ensayo y resultado de investigación.

De la crítica (I)

 

Septiembre 22 de 2023

 

1968 es recordado como el año de la mayor insurrección juvenil de que se tenga noticia. Desde París hasta Ciudad de México, de Buenos Aires a New York, los jóvenes se hicieron al lugar central de la sociedad. Con los acontecimientos de París, pero también como efecto de unas nuevas formas de la familia, de las cambiantes relaciones de pareja, de la renovación en el consumo (la cultura comenzó a ser también objeto de consumo) y, por qué no, de las profundas modificaciones del lenguaje, la vida y el trabajo, emergía para el mundo un nuevo tipo de estructura social. Como lo describió en su momento la antropóloga Margaret Mead, en un breve libro que fue traducido como Cultura y compromiso, las «culturas prefigurativas» se erigieron como el modo característico de asignación de roles en las grandes urbes occidentales de finales de siglo. Estas culturas se caracterizaron, aún hasta hoy, por poner en el centro a los jóvenes como el segmento poblacional más valioso. Los jóvenes no solamente eran promesa de futuro, sino que, además, se situaron en el centro de las decisiones de la vida política, cultural y económica. La palabra de los ancianos y de los mayores, otrora altamente valorada (aún hay vestigios de ello en culturas tribales), pasó al lugar de las abyecciones y, una vez postrados en las márgenes, los viejos se convirtieron en ciudadanos de segunda clase, caducos por improductivos. En cambio, tomó una fuerza sin precedentes el estado juvenil, y los pantalones vaqueros, los cabellos largos, y la música blues, antes privilegio de los negros de orillas del Mississippi, devinieron en banda sonora y estética de la paz y el amor, proclamas de los nuevos héroes sociales.

Al lado de la resistencia a los conflictos bélicos posteriores a la rendición de Berlín, en 1968 los jóvenes estudiantes se manifestaron hastiados de nuevas confrontaciones (Vietnam es el caso más emblemático), de las crisis económicas de los países subdesarrollados y de Europa del este, y del incontrolable racismo en los Estados Unidos, cuyo corolario fue el asesinato de Martin Luther King en abril. Múltiples fuerzas se congregaron para dar forma a las revueltas, aunque fue quizá el agotamiento con los procedimientos y los efectos del capitalismo aquello que condujo a los jóvenes a establecer una ruptura: se trataba de romper con la supremacía de hombres sobre mujeres, de blancos sobre negros y, en general, con toda forma de autoridad, comenzando con la del gobierno del Estado. Lucha contra el capitalismo y resistencia contra los modos de dominación, efecto del ejercicio de formas de autoridad diversas, fueron leitmotiv de una crítica renovada. 

Edgar Faure, ministro de educación francés de la época, y también autor del informe Aprender a ser. La educación del futuro, auspiciado por Unesco, y publicado en 1972, propuso la creación de una universidad «a la altura de las necesidades del mundo contemporáneo» (esto es, a la altura de las demandas de los manifestantes), dando como resultado el experimento de Vincennes, que luego derivó en la fundación de París viii. La crítica elaborada desde las bases del movimiento estudiantil y de intelectuales de izquierda, en contraposición con las distancias, cada vez más fuertes de los obreros quienes en principio vieron con buenos ojos la causa de la revolución, pero que después se distanciaron por no alinearse con los principios de la libertad y la puesta en cuestión del trabajo capitalista, se fue contra sí misma; la crítica en contra de sí tuvo como efecto un paradójico fortalecimiento del capitalismo. Mientras París viii fue el epicentro de nuevas formas de pensamiento crítico para la deconstrucción (la duda metódica sobre aquello que el mundo ilustrado dio a llamar como «realidad»), la crítica obrera se desvaneció en el aire porque, al fin y al cabo, el hombre promedio continuaba requiriendo de seguridad en múltiples dimensiones: en el empleo, en la salud, en el esparcimiento, en la vida familiar… Crítica intelectual y crítica obrera en declive dieron como resultado una forma de la crítica orientada a la salvaguarda de la libertad de pensamiento, de sufragio, de la sexualidad, del acceso a la cultura (de hecho, libertad de conformación de nuevas culturas, en oposición a las llamadas «hegemónicas»). 

Efecto de una lectura singular del psicoanálisis de Freud, así como del acceso a varios diagnósticos sobre la incapacidad revolucionaria en las sociedades capitalistas, producidos por los críticos de Frankfurt, los años finales de 1960 vieron a los jóvenes de las ciudades elevarse contra los modos tiranos de toda jerarquía social. De este modo, comprendieron que el trabajo podría desarrollarse lejos de la fusta de un capataz; que la lengua, antes que efecto de la norma dictada por unos académicos, era de su propiedad y para su uso alternativo y «contracultural»; y que la vida individual constituía el valor supremo por sobre el que ninguna estructura podía ejercer su poder, incluidas las religiones canónicas. Los jóvenes cimentaron una crítica en la antípoda de la razón, pues su desconfianza en el desarrollo técnico, por alienante, los llevó al límite de elucubrar un retorno (imposible) al estado natural de las cosas: son célebres las profusas sectas en la época cuyos rituales tenían como condición el acceso a entornos apartados de las ciudades, así como la experimentación de psicotrópicos con fines de elevación espiritual y de exacerbación del yo creativo. 

La nueva crítica desconfió del mundo descrito por los procedimientos de la ciencia, así como hizo lo propio con las categorías hasta entonces elaboradas para la descripción de la vida social. Los modos de autoridad de las instituciones no se escaparon a la crítica y Estado, familia y escuela fueron blanco. El capitalismo tambaleó, pero rápidamente reorganizó sus filas y cambió de enfoque. Se puso del lado de los inconformes y también luchó en contra de toda expresión autoritaria. Hizo suya la causa del retorno a la naturaleza, por la vía de los productos orgánicos y a través de la invención de la vida fitness, así como comprendió las inéditas maneras de vinculación filial y amorosa. El autoritarismo del capataz fue entonces remplazado por la auto-explotación (cada individuo devenía su propio jefe, tirano como ninguno), y las formas de la fábrica se cambiaron por las de la empresa: el obrero se convirtió en empleado y, además, dueño de una psicología. La psique del empleado, ahora miembro de la familia-empresa, comenzó a padecer de estrés laboral y también con su pareja. Para ambas cosas proliferó la psicoterapia, y fue este un mercado de formidable expansión. La vida, además de ser vivida, habría de ser gestionada.

 

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