David Andrés Rubio G.

 

David Andrés Rubio G.

Profesor Asociado de la Universidad Pedagógica Nacional. Consultor en diferentes proyectos en educación para entidades como el Instituto de Investigación en Educación de la Universidad Nacional de Colombia, el Ministerio de Educación Nacional, el Instituto para la Investigación Educativa y el Desarrollo Pedagógico -IDEP, entre otros. Miembro del grupo de investigación Historia de la práctica pedagógica en Colombia, del Grupo de Estudos e Pesquisas em Currículo e Pós-modernidade – GEPCPós en Brasil, y de la Red de Investigación en Educación y Pensamiento Contemporáneo -RIEPCO. Autor de varios artículos en revistas especializadas y de varios capítulos en libros de ensayo y resultado de investigación.

De la crítica II

 

David Rubio Gaviria

 

03 de noviembre de 2023

 

La condición de base de todo sectarismo es el prejuicio. El prejuicio es el conjunto de cosas que suceden antes del pensar. Es aquello que está antes del juicio. Lo que está después del juicio, del pensar, es la crítica. La crítica es el aspecto más sofisticado y, por lo tanto, más difícil del pensamiento. El prejuicio, en cambio, es leve, rápido, económico. Aprender prejuicios es tal vez el mejor ejemplo de las formas de aprendizaje más rudimentarias que conocemos. La adquisición de prejuicios es, comparada con otros procesos de aprendizaje, una actividad de bajo consumo energético. Nos inundamos de prejuicios y el costo de su incorporación a la psique es mínimo. La suma de fracciones con denominador distinto para los niños, como la comprensión de los orígenes de los conflictos religiosos para los mayores, demandan de formas complejas del aprendizaje con alta inversión de energía. Esa es la razón por la cual son muy pocos quienes alcanzan habilidades notables en el álgebra y el cálculo diferencial, así como es reducida la población que logra niveles razonables de cultura política en lo que a Oriente Medio se refiere. Las personas con prejuicios se cuentan por miles de millones.

Todo sectarismo es, en su esencia, fanatismo. El fanatismo es prejuicioso, pues no solamente sucede antes del juicio, sino que se ufana de ese lugar, alardea de él. Se blinda con la explicación mágica de las cosas y construye a todo signo de uso de razón como su enemigo: el fanático ve enemigos por doquier y se reagrupa con sus iguales. Por eso es sectarismo. El fanático polemiza, pero no debate; toma postura, en lugar de sopesar. Opina en lugar de argumentar y se atrinchera con lo que le es idéntico: distorsiona así formas identitarias y manda al traste los años de lucha, a costa de la vida, de quienes fueron radicales, pero no sectarios. Antepone la praxis a la poiesis. El fanático es prejuicioso y elabora símbolos de identidad en torno de figuras superfluas. Se contenta con los enunciados de moda de su gueto y todos los aspectos de su vida se reducen a él. El mundo del fanático es extraordinariamente ínfimo porque el pensamiento se le atrofia.

El fanatismo es opuesto al radicalismo. El radical es crítico y no se permite prejuicios ni sectarismos de ninguna clase. La radicalidad solo viene después del juicio. El radical lo es porque lleva el pensamiento hasta las últimas consecuencias, desde la raíz hasta el extremo, como dice su etimología. Se dispone a la muerte en el nombre de las ideas, pero no se jacta de tal disposición. Se aparta de todo sectarismo porque advierte pronto el peligro: una cosa es perecer por las ideas, otra distinta es el aturdimiento en la masa que es la propia muerte en vida. El radical vive atento de sus propias prácticas y no confía en las primeras impresiones. Jamás actúa orientado por su intuición y no toma como punto de partida el sentido común. Considera, paciente, cada una de las aristas de los problemas y los encara con creatividad (el fanático actúa llevado por el ímpetu porque es gobernado por las emociones). El radical se aparta de todo binarismo porque se ha acostumbrado a los matices del mundo.

No toda crítica, sin embargo, precisa radicalismo. Aunque su naturaleza sea de disección, de profundo examen, de escrutinio implacable, la crítica es, antes que nada, juicio exhibido. Y el juicio lo es sin adjetivos. No es juicio radical, como no es juicio crítico. Moneda corriente de nuestros días es el pensamiento crítico y tal enunciado es pura tautología. Si bien hay cierta sofisticación en la crítica, ya lo afirmé, no es concebible el pensamiento sin aquella; el pensamiento, para serlo, ha de irse refinando. De otro modo, es llano. El plano pensamiento se va extinguiendo a sí mismo hasta desaparecer. El pensamiento que no se sofistica es proclive al sectarismo y, por lo tanto, a caer presa de cualquier tipo de fanatismo. El fanatismo es ausencia de pensamiento, como es conformidad en exceso.

Ahora, la crítica necesita ejercitación. Es ascesis. La crítica deriva del trabajo sobre sí mismo y en eso se parece a las más exigentes prácticas monacales. Como es ascenso, tensión vertical, la crítica supone modos de elevación del espíritu; es, al modo antiguo de la filosofía, un ejercicio espiritual. Se hace crítica para vivir mejor. La crítica es contraria al fanatismo que es plano: el fanático se auto-condena y aniquila su posibilidad de ser más. La precariedad es el signo de los sectarismos cuya cohesión es pobre también. El sectario se mofa de su gregarismo, pero desconoce los criterios de la lealtad. Claro, no hay criterio ninguno en el sectario porque está desprovisto de crítica. El criterio es un tamiz por cuyos orificios diminutos no cabe lo insensato.

La crítica apela a los sentidos profundos de la comunidad. La comunidad es distinta de los sectarismos y no los admite. Toda forma política hoy es sectaria y no comunitaria. La política ha perdido toda su capacidad crítica y está hecha a la medida de los fanáticos.

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