
Juan Carlos Orozco Cruz
Profesor de Historia y Filosofía de la Ciencia e Investigador en Educación en Ciencias del Departamento de Física de la Universidad Pedagógica Nacional. Miembro del Grupo de Investigación Física y Cultura. Investigador en historia y filosofía de las ciencias y sus relaciones con la enseñanza de las ciencias, con énfasis en historia de la teoría de campos, orígenes de la física moderna, epistemología de la química y relación de la física con otras disciplinas.
Es autor de medio centenar de artículos sobre historia y didáctica de las ciencias, gestión del currículo y políticas educativas, incorporación de Tics a la formación de maestros y gestión del conocimiento, en revistas especializadas del orden nacional e internacional.
Tres actos
27 de octubre de 2023
I. La ignominia del poder
Cada generación produce su barbarie y reproduce los odios de las que le antecedieron. Negada a romper con el simplismo de lo maniqueo, destierra al olvido lo ignominioso del pasado y se empeña en eliminar enemigos heredados que, por obra de la educación, poseen ahora los cuerpos de otros jóvenes que, en el fondo, parecen compartir los mismos ideales. Es este el desquicio de la guerra, es también el mayor delito de quienes se lucran de ella, el clímax de la insania que se aloja en tanto líder delirante y alimenta narrativas de la predestinación.
Asistimos, así, al execrable espectáculo de lo que se gesta cuando la ideología, el fundamentalismo y el mesianismo son las fuentes de las que se nutre la argumentación y en las que se sustenta el actuar. Entendible, en parte, en quienes se han visto expuestos a una precaria educación o a un perverso magisterio. Censurable en quienes, por condición de privilegio, se han visto dispensados con las mayores oportunidades y ostentan condición de liderazgo social o responsabilidad de gobierno. En estos casos se tiene el poder de alimentar los odios que habrán de conducir al abismo. A ellos, pertenezcan a uno u otro bando, se ha de endilgar la suma de las masacres; los horrores de las cruzadas son su responsabilidad.
Cuando el dogma se impone por sobre la fe y la ideología somete a la razón, naufraga el humanismo y se justifica toda violencia. No hay lugar para la empatía, no se puede experimentar la compasión. Las víctimas que, por sobre todo requieren de un abrazo y reclaman consuelo, se reducen a simples objetos, cifras en el libro contable de la delirante empresa de autodestrucción que, los intereses más mezquinos y los poderes soberbios se empeñan en llevar a cabo, con acelerado afán.
II. Otredad reificada
Y, en medio de tanta algarabía e insensata confrontación, se nos pasa por alto que la más inclusiva de las letras del alfabeto, aquélla que, desde hace poco, nos iguala a todos, ahora tiene un único dueño. Él, que se lucra con esa otra guerra global en la que personas que nunca se han visto se trenzan en insultos, se amenazan sin tregua, se difaman en los peores términos. Y a la sombra de sus discursos ruines y circulares van alimentando infamias y odios que sofocan lo poco de humanismo que nos resta, mientras se desbordan las arcas de los más nefastos poderes.
El signo en el que se expresa la imposibilidad de reconstruir el sujeto, de recoger uno a uno los añicos en los que lo descompuso la posmodernidad y el capitalismo en su versión neoliberal, se torna, por un momento, en representación de la fragmentación de la subjetividad, nebulosa de diversas y cambiantes identidades que se construyen hacia afuera y mutan a los ritmos del mercado de lo efímero. Para caer, casi de inmediato, en una sucesión vertiginosa de mimesis, de indiferenciaciones, de opiniones viscerales y supersticiones compartidas.
La diferencia que objetiva, lo diferente que cosifica, un discurso que se impone y se exige con exacerbada vehemencia, termina arrojándonos a los brazos del pensamiento único. No nos preguntamos ¿quién es?, ¿quién se hace palabra? La pregunta que aflora casi mecánicamente es ¿qué es?, ¿a cuál género corresponde?, ¿qué derechos le asisten? La identidad se procura, así, ser afirmada en la forma. Se sitúa externa a lo íntimo del ser y se torna una demanda del afuera, en donde prima el simulacro y se impone la apariencia. En la búsqueda de la identidad se sacrifica lo auténtico; vana ilusión, pues tras lo idéntico marcha la uniformidad.
La otredad queda atrapada en los lugares comunes de un discurso circular que, en su afán por igualar, empodera las hipocresías y ahonda las discriminaciones. En su condición de objeto, se hace presa de la economía. Cada diferencia un mercado; al final, todos iguales en el consumo, esclavos de distintas glotonerías.
Incapaz de pensarse como otredad que emerge otredad, el hombre-objeto se torna instrumento, lo enajenado, lo que no-se-pertenece. No se llega a intuir que la mismidad es devenir de la otredad. Construcción de un sí como un-otro que se reconoce mismo cambiante, no-idéntico en el tiempo, no-igual en el estar-siendo, unidad provisoria en el estar-ahí.
III. El peor de los males
Ante un panorama tan desolador y la angustia que lo acompaña, se nos vende, sin que tengamos la oportunidad de indignarnos, la esperanza de un tiempo mejor por venir. Una lectura económica del mito de Pandora que, bajo el lema de que la esperanza es lo último que se pierde, nos lleva al convencimiento de que el último de los males es el mejor de los bienes. Aquél que nos promete optimismo ante la mayor de las adversidades. El que nos lleva al conformismo y a posponer todo empeño porque, al final de los tiempos, todo empezará a recomponerse.
A diferencia de la peste, la envidia, el desasosiego o la calamidad, signada de positividad, la esperanza se acumula y se conserva, se venera y se prodiga. Siempre al acecho de lo por venir, sacrifica el presente al anuncio de momentos menos aciagos. Y, al sumirnos en la espera, se encarga de que sus compañeros de prisión sienten sus reales entre los más frágiles.
La esperanza, el mal más duradero, el peor de los males. ¿Qué no puede ser si no aquél que es percibido como un bien? ¿El único al cual se profesa respeto y se espera como bienaventuranza? El menos ligero de todos, de allí su demora en salir de la fatídica urna que abrió la curiosidad de Pandora. El mal que se hace deseo en el corazón e inmoviliza el pensar, sin necesidad del ir y venir veleidoso que hace, de los otros, presencias azarosas.
En su permanecer, se instala en el alma alimentando falsas ilusiones y hermanando a los hombres en la promesa de una prosperidad incierta, de una felicidad inalcanzable. Insidiosa y ponzoñosa, mil y una noches urdiendo bendiciones que nos impiden decidir, realizar lo inefable. Por eso es necesario desterrarla.
Perdida la esperanza, ¿qué nos queda?, un mundo por vivir.