
Memoria 58
Día domingo. Mi mujer se ha ido a tomar onces con Julián, su hijo. Que ella no esté en día domingo conmigo, para mí es sentirme solo, como cuando vivía con Juan y él se iba. Me quedaba sin ganas siquiera de leer, sólo de ver televisión, como si nada tuviera sentido. No me gusta esa sensación. Como tener dolor de tripa. Ni el sentimiento de lo absurdo tras haber fumado en el balcón viendo las calles desapacibles, como si todo estuviera en perfecta calma, cuando se sabe que en muchas partes hay grupos armándose con palos, piedras, papas explosivas, bombas Molotov, armas blancas y armas de fuego para enfrentarse a la policía en las asonadas.
Al mediodía, mi mujer y yo estuvimos sacando dos copias de las llaves de la puerta del apartamento en Éxito, que estaba repleto, así como Decathlon. Había fila de carros para entrar. El viernes, antes de la seis, llegó mi mujer del trabajo un poco alterada porque habían cerrado Carulla, como a las cinco. Había desórdenes en la ciudad. Y cuando salíamos para ir a comprar café ‒se había terminado‒, tuvimos que devolvernos por la llave de la camioneta. Cuando quise entrar al apartamento, ¡tras!, rompí la llave dentro de la chapa. Después de media hora pude sacar el pedacito con un clip. Yo estaba furioso, por supuesto, pero me dominé. Dudamos a dónde ir por café, casi lo más importante. Luego, cuando ya estábamos en Prado, donde hay minimercados bastante completos, escuchamos que había toque de queda y mi mujer se puso más nerviosa todavía, casi incontrolable. Quiso comprar muchas cosas, aparte del café y frutas y verduras, como si iniciara quién sabe qué estado de guerra termonuclear en el que todo el mundo corre despavorido a aprovisionarse y meterse en un búnker. Yo lo minimizaba. Trataba de verlo todo con frialdad, alguien tenía que hacerlo. Intentaba no darle importancia, pero estaba alerta. Encontraba muy bien que hubiera toque de queda, que se sintiera autoridad en la ciudad. La noche anterior, había habido desmanes, destrucción de estaciones, asaltos a minimercados, ataques de vándalos a las casas, robos, etcétera. Todavía en Prado, mi mujer se puso más nerviosa cuando escuchamos a dos jóvenes venir con ollas y palos haciendo ruido, invitando al cacerolazo, ya había habido varios la noche anterior. Corrimos a la camioneta estacionada a un lado de la acera. Ella muy nerviosa. Nos vinimos rápido-rápido al apartamento como un par de animalitos asustados por el ogro malo del bosque. En fin, el miedo es una emoción que no tolero. Nosotros, aquí, bien resguardados, con una veintena de guardias de seguridad, hombres armados que no van a permitir que pase algo. ¿Qué iba a pasar? Nada. No nos iba a pasar nada. Mi mujer insistió en que debía renovar sus pasaportes. ¿El mío estaba vigente? Mi mujer ya veía que iba a comenzar una debacle como en Chile. Nos sentamos a charlar en la sala, a comer, a beber vino ella, yo aguardiente, a escuchar música, a ignorar todo lo que estaba pasando afuera. A mí me importaba un comino. Este paro no va a tener ninguna buena consecuencia para los manifestantes ni para ningún ciudadano común. No, no más que una pequeña catarsis para algunos y beneficio económico para los malosos. En todo caso, en unas pocas semanas todo se habrá olvidado, incluso la gente que muera será olvidada. ¿Y qué?
Por mí, como decía Dostoievski, que las fieras se destrocen entre sí.