Memoria 47

Memoria 47

 

Lorenza Petrini III. A pesar de su nombre, Lorenza Petrini III, su origen no es italiano, es y desciende de una familia de asesinos. Su padre, Arnulfo Petrini Barri, provenía de una familia campesina tolimense. Su abuelo, Lorenzo María Pedrozo Barrios, corrompió los apellidos durante la Guerra de los Mil días. Decidió migrar a Bogotá e iniciar una vida nueva. No tiene nada de raro que el abuelo quisiera una nueva vida, e instalar un negocio en la capital con el dinero que había robado. Asesinó a sangre fría a 9 liberales, por aborrecer a la iglesia. Las familias lo buscaron en Planadas, el norte del Tolima, y zonas aledañas, para matarlo. La huida de Lorenzo María del Tolima se pierde en la noche, por decirlo así, de la Guerra y sus secuelas. Lo que realmente importó y ha importado, es que, una vez en la capital, Lorenzo María compró tres casas en San Victorino, en pleno centro de la ciudad. Pero no para instalarse con su mujer y sus dos niñas pequeñas, sino para arrendarlas y lucrarse con ellas. Entre tanto él y su familia se fueron a vivir al barrio San Diego, a una casa lo bastante lejos de los pobres, bien ubicada para que la sociedad los tuviera en cuenta. Y lo suficientemente cerca, como para ir a pie cada quince días a hacer la ronda de cobro de los arriendos de las tres casas. Y día a día, a cobrar el gota a gota, porque también era prestamista. De esas tres casas, una era de habitación y en las otras dos, los arrendatarios montaron negocios. No es que Lorenzo María bajara al Centro cada quince días. Lo hacía todos los días. Vengo a echar un ojo, para ver cómo va la cosa, a ver qué se ofrece, decía. Y saludar, hay que saludar. En realidad, iba a vigilar que pagaran con puntualidad y a que lo atendieran. Para que a nadie se le olvidara que era el dueño de la casa. Recibía las atenciones de los arrendatarios y de los que le debían, hacía la conversación y mataba el tiempo hasta el momento de volver a su casa a almorzar o a comer. Le encantaba darse un septimazo, ver el lujo en las vitrinas. Los arrendatarios le daban café y cigarrillos negros, empanadas, colaciones. Chocolate caliente, si estaba lloviendo, y en Bogotá llovía mucho. Siempre iba bien vestido. Traje de tres piezas, corbata, camisa almidonada, zapatos brillantes. Sombrero y ruana terciada (traída el Perú, no colombiana, eso no) en el lado izquierdo del hombro del izquierdo, del lado en que se la tercian los hombres machos. Y paraguas. En el interior bajo la ruana, en el sobaco, un revólver en la cartuchera. Revólver que metía entre el bolsillo del pantalón cuando volvía a casa al final de la tarde, amartillado y empuñado, por si acaso. Lo hacía no sólo por miedo hasta a los asesinos curtidos sienten miedo, los mantiene alerta, de los cacos de la capital, sino a que de pronto se topara con algún enemigo que visitara la ciudad. Nunca se sabía, lo mejor siempre era estar preparado, y estar preparado también significa ocuparse de algo. En las tardes, luego de hacer esa ronda, empezaba otra. Visitaba a personas a las que les había hecho un préstamo, cobraba la gota del día, todos, negociantes del Centro. Nunca, en sus correrías, pagó por un café ni por un cigarrillo negro, los que más le gustaban. Los obtenía siempre de la tienda de abarrotes de la carrera octava con calle 6, Rosarita. El dueño le debía a Lorenzo unos buenos reales. Tampoco pagó jamás por los buñuelos, chocolates o tamales de navidad o de año nuevo con que lo obsequiaban sus arrendatarios para que no subiera demasiado el arriendo. Para que no apretara tanto y mantenerlo entre el bolsillo. Pero Lorenzo nunca aflojaba. Entre chiste y chanza subía el arriendo o los intereses de lo prestado lo que le daba la gana. Uno podría creer que este Lorenzo María murió de manera violenta y sangrienta en una calle de Bogotá, en una de esas calles neblinosas, con escasa luz, pues existía la luz eléctrica en la capital, pero no en toda, la mayor parte de la ciudad, en las noches, estaba a oscuras. A Lorenzo María lo mataron, sí, pero de otra manera.

 Mientras tanto sus dos hijitas crecían. Habían terminado la escuela. Se preparaban para ir a un internado o casarse, tenían once y trece años. Sus padres esperaban con paciencia a que aparecieran pretendientes adinerados. Por entonces, Lorenzo María, después de varias triquiñuelas, demandó al dueño de la casa de San Diego en donde vivía, por la que pagaba una miseria de arriendo (expediente desaparecido) y terminó apoderándose de ella. En el momento en que su hija mayor cumplía catorce años, sus padres estaban en conversaciones con una familia dueña de una tienda de telas en la carrera 9ª con calle 10. Una familia italiana, los Di Santis. La esposa de Lorenzo María, Amalia Rosa, que siempre estuvo de acuerdo, quedó embarazada. Lorenzo María había añorado toda la vida tener un hijo varón, alguien que heredara lo que él era y tenía. Por su lado Lorenza I, llamémosla así para no confundirnos, pues el nombre se ha heredado hasta el día de hoy, no se casó con su prometido al año siguiente, sino su hermana menor, Francisca, que era una belleza. Se casó después de que naciera su hermano. Acababa de cumplir doce años, y podía procrear. El prometido era el de Lorenza I, pero se moría por Francisca, no por Lorenza I. Sólo fue que naciera el hijo barón de Lorenzo María, que estaba de plácemes, para que lo aprobara. Francisca y Nicola Di Santis, así se llamaba el prometido, el incipiente abogado hijo de los comerciantes de telas, se casaron en la iglesia de las Nieves en septiembre de 1914. Se fueron de luna de miel a la finca que tenía la familia de él en Sasaima. Al cabo de tres meses volvieron a la capital, Francisca embarazada. El hijo que Francisca tuvo, fue un varón, para mayor felicidad de Lorenzo. A los pocos meses Lorenza I se comprometió con un médico recién graduado de la Universidad del Rosario. Para entonces Lorenza contaba con 16 años. Pero no llevaba 2 meses de haberse casado, cuando quedó viuda. La historia, que hasta aquí no tenía nada de raro, comienza a enredarse. Que Lorenza I quedara viuda y Lorenzo María, su padre, sufriera un atentado, son hechos que ocurrieron al mismo tiempo, por decirlo así. Aunque entre un hecho y otro hubo un par de semanas. La viudez de Lorenza I quedó eclipsada por el atentado a su padre, por la convalecencia del padre, por el drama familiar de entonces. En los periódicos de la época (Archivo General de la Nación) aparece la necrología de Manuel Lisandro Arteaga Flórez, el difunto marido de Lorenza I, muerto a los 26 años de infarto pulmonar. En el acta de defunción radicada en la notaría 2ª dice: “Causa del deceso: Infarto pulmonar por necrosis”. Manuel Lisandro era fumador empedernido, estuvo en París durante dos años (de juerga en juerga), antes de entrar a la facultad de medicina del Rosario. Fumaba cigarrillos Hongroises, de áspero tabaco sirio, pero no tanto para, a los 26 años, tener los pulmones necrosados. La familia de Manuel Lisandro, quedó destrozada. Lorenza I, también quedó destrozada, lo registran las “Páginas sociales” de El Tiempo. Lorenza I estaba destrozada, pero embarazada y con una hermosa quinta en La Candelaria.

 Lo del atentado a Lorenzo María, ocurrió de la siguiente manera. De regreso a su casa (ahora era suya, con triquiñuelas) en San Diego, asesinaron a un amigo que iba con él. Eso fue lo que se dijo. La verdad es que los disparos eran para Lorenzo. El asesino fue uno de los arrendatarios amenazados por Lorenzo María de ser echado a la calle con su familia si se atrasaba. Los arrendatarios odiaban a muerte a Lorenzo María. Lorenzo María era inflexible, no tenía miramientos en sacar su arma y ponerse a limpiarla mientras bebía un café y fumaba un cigarrillo negro cuando iba a hacer sus famosas visitas. A veces contaba alguna travesura del Tolima, cuando escarmentaban a alguien por rojo, por liberal o por patiamarillo, como les decían. A veces demostraba, para no dejar duda de lo capaz que era, las 32 paradas de machete tolimense que sabía. Y siempre que lo hacía, quienes lo veían, se quedaban con la boca abierta. No de asombro, sí de miedo por los ojos de asesino que ponía. Pero Lorenzo María también se insinuaba. Lorenzo María se había lanzado a decir a la mujer del hombre que posteriormente le dispararon que le perdonaba la mitad del arriendo de un mes si se acostaban antes de que llegara el marido. El supuesto ‘amigo’, el hombre muerto a tiros en la esquina de la Jiménez con Séptima, en realidad no era su amigo. Era un vecino del barrio Egipto que había ido a pedirle a Lorenzo María un préstamo. 

Esa tarde, el asesino siguió a Lorenzo María con el propósito de matarlo. Por desgracia, el expediente que podría aclarar los sucesos, no existe, y a lo largo de este relato basado en la investigación de archivos, digámoslo de una vez, los expedientes, registros, denuncias, autos, etcétera, son escasos: han sido destruidos por alguna mano criminal o simplemente han sido extraviados, por otra mano no menos criminal. O por desidia, abandono o ignorancia a la hora de guardar un registro escrito. Esto nos ha obligado a llenar los vacíos a partir de inferencias y de análisis, deducciones e incluso el sentido común, tras un minucioso estudio de estos relatos. La verdad es que el asesino no estaba solo, si no con su hermano y venían de Planadas en donde Lorenzo María había abusado y matado a una de sus hermanas. Pero Lorenzo María fue más hábil y mató con su revólver a los dos tipos. 

Pocos meses después Lorenzo María fue atacado otra vez. Y, una vez más, no pudieron matarlo. Es seguro que algún miembro o miembros de las cuatro familias del Tolima con nueve víctimas de Lorenzo María ‒víctimas políticas de asesinato y robo durante la Guerra de los Mil Días, hay que recordarlo‒ dieron con Lorenzo María convertido en todo un señor que vivía de las rentas, que era propietario de cuatro casas, con una familia, padre dichoso de un varón robusto como él, con sus mismos ojos claros y el pelo negrísimo. Hijo que se parece al padre honra a la madre, dijo a su esposa cuando lo vio, y año tras año lo repetía como una verdad inapelable. Los apellidos de los nuevos asesinos eran Rendón y Bustamante, apellidos que, tras un simple cotejo, coinciden con dos de las nueve víctimas de Planadas (está en las actas notariales de defunción de Planadas, Tolima), durante la Guerra. Se descarta de plano que hubiera sido para robarlo. Un rastro que no se perdió, como cosa extraña, es que al cabo de 8 meses y trece días los dos hombres fueron liberados por falta de pruebas y nunca más se volvió a saber de ellos. También hay que mencionar aquí que no porque intentaran asesinar a Lorenzo María ‒esta vez tenía un balazo en una pierna‒, su mujer iba a dejar el negocio lucrativo que montara su marido. Amalia Rosa, a diferencia de Lorenzo María, en vez de ir a cobrar lo de las mensualidades y los intereses de los préstamos, hizo que los deudores acudieran a su casa de acuerdo con fechas establecidas. No iba a salir y arriesgar que se aprovecharan de una mujer. Que se arriesgaran otros, ella no. También hizo traer de Inglaterra una caja de caudales de media tonelada, que instaló en su casa. Fue idea de ella cambiarse los nombres y los apellidos. Le gustaba mucho lo italiano, como las telas que ahora usaba, y lo de su yerno, el marido de Francisca.

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