
Memoria 37
24.10.19 Punzada de nostalgia. Debo preparar el almuerzo. Vienen mi mujer y mi hijo a almorzar. Berenjenas rellenas, pollo horneado, cuscús, ensaladita verde, guindillas para Juan y para mí.
Antier, Juan y yo estuvimos comiendo tacos, nos dimos un festín de picante. Disfruté mucho la compañía de mi hijo. Le estuve hablando de mí. Se sorprendió un poco por lo que yo decía, como si nunca me hubiera visto de esa manera, y me lo dijo. Casi nunca hablo de mí, pero como sé que se va a ir a vivir a otro país y quizá no lo vuelva a ver en mucho tiempo, quería darle una imagen de como soy y pienso. Luego quise saber de él, lo de su viaje a Nueva Zelanda. Cómo va con su trabajo, con su compañera, etcétera. Estábamos en San Rafael. Le dije que allí había una tienda de ropa térmica, a la ciudad a la que él va es fría. Preguntamos por unas chaquetas, tenían buen precio.
Luego comenzó a caer un tremendo aguacero. Era hora de irnos. Cuando lo dejé en la 127 con Suba, había escampado un poco, él llevaba paraguas. Lo vi desaparecer por el espejo retrovisor. Sentí una violenta punzada de nostalgia anticipada al pensar que esta sería la última navidad juntos. Se iría para siempre. Pensé ir con mi mujer y visitarlo dentro de dos años. Pensé asimismo que, extrañamente, se cumplía mi sueño de hace diez años, con dolorosa precisión. El hijo del protagonista de mi novela, Olfato de perro, va a Australia a hacer un MBA. Se emplea en la bolsa y consigue su primer millón de dólares antes de los treinta. Se casa con una japonesa, tienen hijos y se queda a vivir allá. Pero no desea ver a su padre. Bueno, sólo es preciso, lo de radicarse en ese hemisferio. Lo demás, mejor que no. Él y yo siempre estamos en muy buenos términos, sé que me admira, yo también lo admiro a él. Su decisión de irse, en cierto sentido, no fue una sorpresa. Es la realización de un viejo deseo mío y su suyo, por supuesto. Y que se vaya sin su mujer, es un alivio.
A ver si encuentra a una de su categoría.