Memoria 26
17.10.19. Obsolescencia programada. Pensé en esta palabra en la madrugada, mientas abrazaba a mi mujer por la espalda y con la mano derecha apretaba deliciosa y ensoñadoramente uno de sus pechos. La palabreja siguió dando vueltas fuera de mi cabeza durante el desayuno. En frente, un cielo brillante y despejado, en donde la palabreja hacía fieros y me retaba. Me gusta y no me gusta esta palabra, ‘obsolescencia’. Lo obsoleto es lo anticuado y lo que cae en desuso, como sucede con las palabras, los objetos, las leyes y las costumbres, el vestido y los materiales, las máquinas y los espacios, los modos de pensar y de actuar, el saber, las técnicas y las teorías, e incluso las personas. Esta palabra demuestra su poder minus temporizador en la industria a partir de la segunda mitad del siglo xx, y viene a ser plenamente usada en todos los ámbitos en el xxi. Si la noción de obsoleto me produce inquietud por los objetos que me rodean, como este computador que tiene cinco años y empieza a ser arcaico y el escritorio (antiguo, hay que observar eso), su significado es todavía más fuerte porque se aplica hoy de manera llana y sin prejuicio a las personas. A los viejos, mejor dicho. Aunque no se emplea de manera expresa, por ser brutal, sino mediante eufemismos.
Por la manera en que fueron pensados los objetos desde la antigüedad, estos debían durar lustros, décadas, generaciones (pensemos en los artesanos, desde los antiguos egipcios, los romanos, hasta las artes decorativas, desde finales del siglo xix y el primer tercio del xx), no sólo por su costo sino por los materiales que eran robustos. También porque pervivía en el imaginario el concepto griego de estética según el cual lo bello también debía ser bueno, y si era bueno debía permanecer en el tiempo. Pero entonces había un lugar para el humano como ser absoluto, no como ser obsoleto (reificado) e intrascendente. Los objetos tenían una vida útil muy larga, tanto, que dio origen, durante el Renacimiento (para mí, desde 1321), a la figura de anticuario, a la aparición de peritos y coleccionistas de objetos bien hechos. En otro sentido, desde el siglo I de nuestra era, hubo otro tipo de entendidos: coleccionistas de informaciones sobre tiempos pasados: los doxógrafos (eruditos). Estos recopilaban de oídas, por lecturas encontradas aquí y allá, chismes incluso, no sólo conocimientos registrados en los pocos libros que quedaron de la biblioteca de Alejandría, de la del Valle de los Papiros, de la de Celso o de otras bibliotecas, sino que se dedicaron a coleccionar hechos, genealogías, biografías (sobre todo), gestas de héroes, guerras, batallas, emperadores y tiranos, etcétera. Conocimientos, en suma, que se habrían perdido de ellos no haberlos recogido, como es el caso de los famosos doxógrafos Diógenes Laercio, Focio, Teofrasto, la Suda.
Desde el auge del desarrollo de los objetos mecánicos, “los autómatas”, como se les conoció a finales de la Alta Edad Media (de lejanísima herencia clásica: se sabe que los griegos fueron grandes fabricantes de máquinas de todo tipo), hacia el siglo viii, y su proliferación, hasta mediados del siglo xx, los objetos y los conocimientos se hicieron para durar. Para que su belleza y su utilidad (San Agustín pensaba que para que un objeto fuera bello también debía ser útil al hombre) se trasmitiera de una generación a otra, casi que ‘trascendiera’ al hombre. Si lo pensamos desde el punto de vista positivista, la máquina útil era un complemento de las máximas obras de Dios: el hombre y la naturaleza, lo que no deja de ser curioso para los objetos, pues la naturaleza no fabrica objetos. Las cosas que día a día nos acompañan, y uno no puede dejar de pensar en que las cosas de ahora, de 2019, tienen obsolescencia programada: no sólo en virtud del consumo, sino por cada vez ser más corta su función utilitaria. Por otra parte, en el lapso promedio de la vida de un ser humano, pongamos 75 años, por los ojos de esa persona pasa una cantidad incalculable de objetos. Zapatos, medias, escritorios, cuchillos de cocina, maletas o maletines o carteras para llevar objetos personales (hoy en vías de extinción), muebles (hoy, la mayoría de aglomerados ordinarios, no de madera), máquinas de afeitar, automóviles, electrodomésticos de todos los tamaños y funciones, cosméticos, cepillos de dientes, dispositivos electrónicos, lápices y esferos y cuadernos, libros (siempre de último) y un infinito etcétera. Durante las Alta y Baja Edad Media, la expectativa de vida no superaba los 30 años y las personas usaron, durante generaciones, los mismos objetos (cada vez más gastados) durante toda su vida. Hoy la expectativa de vida es dos veces y media y un poco más y, aun así, hay personas que reutilizan los objetos una y otra vez durante décadas, pero por razones afectivas, económicas o compulsivas.
Si lo vemos desde en el punto de vista metafísico, los objetos no son trascendentes en el tiempo, no en todo caso por su valor de uso no trascendente. Lo que es trascendente, es su valor creativo original, como por ejemplo la rueda, que es una invención original y única. Poseer un reloj o alguna joya con valor sentimental y familiar que se ha heredado, es cada vez menos frecuente, es una excepción. Los seres humanos han elaborado una nueva metafísica y una nueva fenomenología de los objetos basadas en lo físico. Trascenderse a sí mismos, a toda costa para vivir más, es una ambición puramente humana, no animal, vegetal ni objetual. Supongo que es una ley que ningún objeto (un computador con AI) no ha de trascenderse a sí mismo. Y si lo hiciera, ¿no implicaría algo más que un mero giro ontológico? Vivir más es la nueva metafísica, pero no para conocerse más y mejor a sí mismo, sino para consumir más. Alimentarse mejor, practicar ejercicio, usar medicamentos avanzados y mandarse a hacer operaciones de cosméticas y de rejuvenecimiento, es intentar escapar de la obsolescencia programada por el mundo natural en el ADN de cada persona.
Es una paradoja que hoy, cuando buscamos trascender físicamente en el tiempo a toda costa ‒he ahí mi razonamiento principal esta madrugada, mientras abrazaba a mi mujer‒, los objetos están destinados a durar menos por una obsolescencia programada cada vez más corta. Esto habla de la velocidad del avance del conocimiento técnico, así como de la obsolescencia de tal conocimiento. No sólo por la mayor precisión y profundidad científicas, sino por el mayor poder de exactitud matemática e histórica. Matemática, porque con el desarrollo de la informática, se aumentó el nivel de precisión estadística, de ahí que todo tipo de consumo moderno obedezca a una estadística, es decir, sigue la lógica de algo que se puede cuantificar, predecir y por tanto programar a corto, mediano y largo plazo. Hoy, en el planeta Tierra, casi todo ha de pensarse en términos matemáticos. E histórica, porque en el presente el tiempo también se computa para convertirlo en un valor de uso reificado. Hoy todo tiene una vigencia (la comida, medicamentos, las relaciones laborales y personales, etcétera) y cada cosa y persona está programada para cumplir un plazo de vida media, no de vida relativa ni absoluta.
Pero transcender físicamente también habla del valor relativo, o mejor, de la falta de valor absoluto de los objetos. La nostalgia por los objetos de ayer, es apego a cosas materiales e insustanciales que fueron pensadas para darles un uso restringido. A mí, particularmente, no me dicen nada los carros ‘antiguos’, siempre llenos de problemas costosos. Carros kitch para potenciar el arribismo kitch de personas kitch, de mentalidad kitch. Los artículos de colección como los carros y los objetos antiguos, así como los nuevos objetos ‘retro’ de imitación (vintage), son símbolos de la decadencia del diseño contemporáneo y del vacío de gusto del ser moderno. Vacío de gusto: deslumbrarse con el lugar común. Nada me emociona más que ver carros ultramodernos, a rebosar de tecnología, como esos Tesla. No veo el día que sean comunes los autos voladores y las carreteras sean obsoletas y haya computadores ultra veloces. Quiero tener uno de esos, por el momento, imposibles computadores cuánticos de escritorio. ¿Cómo serán, cuándo llegarán a nuestras manos, en 50 años? No los veré, a menos que tenga lugar yo no sé qué descubrimiento. Quisiera conocer la ciencia del futuro y la medicina que serán operadas al 90% por máquinas AI. ¿Llegaremos al punto en que toda esta tecnología sucia quede en el pasado? Ojalá llegue rápido la moda de la ropa y los zapatos inteligentes al alcance cualquiera. ¿Habrá paraguas con campo magnético o el clima será controlado?
Bueno, con las obras de arte (creativas, no las innovadoras), la cosa es distinta porque rompen sin el menor esfuerzo temporal todo lo que en el mundo es obsolescente.
No siento ninguna nostalgia del pasado. Es falso que todo tiempo pasado fue mejor. No lo fue, fue peor, mucho peor. Tiemblo de espanto al pensar en, por ejemplo, aquellos pobrecitos hombres que sufrieron infecciones urinarias antes de 1930, cuando se empezó a usar la penicilina. ¿Cómo trataban los médicos una amigdalitis, una mutilación o la prostatitis y las infecciones urinarias? He visto ciertas agujas espeluznantes que introducían por la uretra del enfermo… ¿Y cuando tocaba cercenar un brazo o un pie gangrenado, por ejemplo? ¿Y una intoxicación simple o una infección estomacal? ¿Y todo el tema de las enfermedades venéreas? En segundo año de bachillerato, bastó que un profesor (¡el de electricidad!), pusiera a circular en el salón de clase unas fotografías, en blanco y negro, de sexos de hombres podridos por la gonorrea y la sífilis, para que mis compañeros y yo, horrorizados, no se nos fuera a pasar por la cabeza ir a un prostíbulo. Tenía entonces doce años.
Pero aquí no quiero hablar del pasado, de ese pasado. Esta madrugada, no pensé tanto en esas fotografías escalofriantes e inmundas, sustituidas hoy por videos a todo color y con máximo detalle, que a casi ningún jovencito impresionan. Pensé en la obsolescencia humana. Si bien por un lado ‒quizá este sea el punto esencial‒ la clase pudiente tiene un estilo de vida que no sólo tiende hacia la búsqueda de la longevidad mediante las técnicas de revertir la obsolescencia natural programada, para sobrepasar físicamente las barreras biológicas de la vejez y la muerte, los de esta clase pudiente, ¡son los mayores consumidores de productos que caducan pronto y son los acaparadores de los productos de primera calidad, los más costosos! Por otro lado, quienes no tienen poder adquisitivo, intentan conservar los objetos durante más tiempo, se resignan a la enfermedad, la vejez y la muerte y a la obsolescencia más burda. ¿Y quiénes son estos, los que no tienen poder adquisitivo para comprar, por ejemplo, productos orgánicos, agua bien filtrada, una dieta rica en vegetales y frutas frescas, medicamentos no genéricos, acceso a medicina de alta calidad, evitan la gordura, el exceso de licor y el cigarrillo? Pues la clase media, media baja y baja. La inmensa mayoría. Aquellos insertos perfectamente en el sistema, a quienes se les ha programado una obsolescencia a rajatabla: los que ansían llegar a la edad de pensión porque han sido declarados obsoletos. Esta inmensa mayoría ansía tener una pensioncita que, sin embargo, les basta, para entregarse a ‘no hacer nada’, ‘ya trabajé toda mi vida’, dicen sin caer en cuenta que cuando dicen ‘toda mi vida’ es como toda su vida se redujera a la vida laboral. Y la vida que tienen después de estar pensionados, ¿qué es? He oído a muchos viejos decir ‘esto no es vida’. Solamente 1 de cada 100.0oo personas se vuelca a la vida creativa.
Con la entrada en la obsolescencia programada por el sistema, cae también sobre los hombros del pesionado (a) el peso de la estética contemporánea. Según la estética griega, la belleza física e interior (Platón) se encuentra en la juventud y en la sabiduría. Desgraciadamente, en la edad contemporánea, se dejó por fuera la sabiduría, y la estética se ha centrado en la proporción clásica (sintetizada por Vitrubio): la lozanía y la juventud. He visto en muchas películas de este siglo, o mejor, de los últimos diez años más o menos, siempre narrado como algo fenomenal, insólito, breve siempre, torpe y como cosa mediática, escenas de sexo entre personas de edad avanzada. “Eso me confunde”, digo a mi mujer, “me confunde mucho.” Y me confunde todavía más, que, cuando es un viejo o una vieja solitaria que busca sexo con un o una jovencita, la narrativa implícita es que se trata de un acto decadente, impropio o pervertido, es decir, censurable.
Nunca he visto en cine ni leído ninguna escena de sexo explícito, con posiciones sexuales como el 69, varias del kamasutra o de sexo tántrico entre viejos, viejos viejos, ¿por qué? Pues porque pervive el pensamiento retrógrado, pre freudiano, según el cual a todos los viejos (figuras paternales, maternales), se les debe acabar el deseo sexual cuando llegan a la vejez; es decir, cuando sus cuerpos se vuelven obsoletos para el sexo. Pero ¿es una mera cuestión de estética y de pensamiento pre freudiano que no nos hemos logrado sacudir de encima? ¿Nos contentamos con decir que se trata de consumismo puro y duro para dejar a los viejos definitivamente por fuera de la sociedad? Esto encierra también egoísmo puro, narcisismo del más alto vuelo y la más baja deshumanización. Tengo una idea vaga de cómo será la sociedad en 200 años, por ejemplo. Obviamente súper tecnificada, quién lo niega. Las máquinas harán el trabajo que hoy llamamos manuales y no-calificado, una sociedad de técnicos y de científicos, más longeva y menos obsoleta par contre, paradójicamente. Quizá esos genios de los laboratorios ya habrán descubierto la manera de recombinar el genoma humano para que la gente (los que pueden pagar, tampoco hay duda, una élite) viva, por ejemplo, 300 o 500 años o más con todas las ventajas de una lozanía de una persona de 20 años. Pero para entonces, tener sexo carecerá de sentido. Desde ya, muchos jóvenes de Japón, de China, de Suecia, de los Estados Unidos, países todos del primer mundo, no desean tener sexo con nadie. No les interesa de nada. La llamada ‘Generación Alfa’, ciento por ciento digital, está encadenada a algún dispositivo electrónico: el teléfono celular, Internet, videojuegos, etcétera. Desde antes de su nacimiento, los papaítos usan dispositivos para que el suyo sea un feto feliz: música, cuentos grabados (audiolibros), estímulos sensoriales, en fin. El ser humano siempre ha querido arrebatarle a la naturaleza su sentido e imponer un modelo utilitario.
Hace mil años, el hombre no había generado el concepto de dominar la naturaleza. Esto se dio con el descubrimiento de América, con poner al sol y la Tierra en el lugar que les corresponde. Cuando cursaba estudios de química, hace casi cuarenta años, encontré en los libros de Paul Davies una idea fascinante, que desde entonces nunca se ha ido y a veces me pone a temblar. Predecía, que, para el año 10.000, de acuerdo con la curva de crecimiento exponencial de conocimiento científico y tecnológico, el ser humano estaría en capacidad de montar y desmontar planetas. Me parece que calculó mal, eso va a pasar mucho antes, tal vez en para el año 5.000 o 6.000. Dios no tiene cabida en este universo, dijo en una entrevista uno de los premios Nobel de física de este año, confirmando la hipótesis de Davies. ¿Hacia allá vamos? En su momento, a principios de la década de 1980, no comprendí del todo lo que leía, y bueno, ni aún ahora logro ver su alcance. El hombre ya no sólo dominará la naturaleza de este mundo, la Tierra, sino las naturalezas de otros mundos y sus biologías. Para entonces, el hombre será un diosecillo ridículo y vanidoso y longevo, que, contrario a lo que ha venido haciendo desde hace siglos, no programará su obsolescencia, sino que la abolirá para sí mismo. Y quiénes seguirán haciendo el trabajo sucio, ¿las máquinas? Lo dudo, por como se programa la AI, al menos por ahora las máquinas no sustituirían al humano. Aunque el humano es bellaco y carece de límites. ¿Qué clase de mundos construirá ese ser humano, un post humano que no vislumbramos todavía? ¿Mundos justos? Imposible. La historia ha demostrado que el conocimiento no necesariamente trae consigo el principio de equidad material ni un incremento del estatuto moral.
Mientras tanto, dentro de este mundito de vidas con obsolescencias programadas, no somos más que una piecita del engranaje horrible que se viene consolidando. No creo en ninguna bondad del ser humano, no creo en su capacidad de alteridad; eso, no existe. No existen los gestos desinteresados de, por ejemplo, el cristianismo, tal obedece a un programa político. Una cosa son los enormes programas científicos del primer mundo, con presupuestos multimillonarios, y otra la realidad, por ejemplo, de cualquier campesino analfabeto de América del sur que hoy sigue ordeñando su vaquita o arrancando zanahorias con las manos. Siempre me he preguntado qué pasaría si todos esos presupuestos para ciencia, armamento, turismo y el lujo se distribuyeran equitativamente entre los casi 8.000.000.000 de personas del planeta. Es un imposible, claro está, pero, qué pasaría. ¿Cómo cambiarían nuestros valores? ¿Se reduciría la ‘maldad’? ¿Cómo funcionaría el derecho, la política, la ley, los conceptos de ciencia y de filosofía y de ser humano, y el concepto mismo de obsolescencia? Sería un caos. Redistribuir toda la riqueza sería un fracaso. Los falansterios de Fourier lo demostraron.
¿Y la obsolescencia del conocimiento técnico? Tal obsolescencia la vemos discurrir todos los días frente a nuestros ojos, ni siquiera hay que hablar de ello. El conocimiento técnico caduca cada tres a cinco años, dicen los genios historiadores de la tecnología, y con la obsolescencia de este conocimiento, caducan más rápidamente los objetos y los dispositivos que, con base en ese conocimiento, se fabrican. Se predice que, para después de 2025, la obsolescencia tecnológica, será de 2.4 años. Y esta cifra se irá reduciendo… Se está haciendo obsoleta la necesidad de reproducirse, de sentir placer sexual, de placer amoroso, de sentir contacto íntimo, no necesariamente sexual. Incluso se ha perdido el gusto de desplazarse para viajar. En concordancia con estas obsolescencias, hay un auge de las formas de pensar esclavizadas encarnadas en las religiones y en sectas de toda laya, pues forman parte de una agenda.
Por ahora, lo único que no tiene obsolescencia programada son las artes creativas, no las innovadoras, lo innovador por definición es obsoleto. Lo otro que no tiene obsolescencia programada es el desarrollo de los megaproyectos de las ciencias duras, como siempre.