Memoria 01

Memoria 01

 

 

[Sin fecha Diciembre 13 de 2019]

 

El avance de la insignificancia. En la madrugada, estuve dando vueltas bajo el edredón. Pensé, porque ha sido un tema permanente desde hace unas semanas ‒concepto sacado de Castoriadis‒ que el avance de la insignificancia había llegado a límites insospechados. Hasta no hará 30 o 40 años, para pasar a la historia en alguna clase de registro histórico, como los libros de historia, las enciclopedias, las revistas, los periódicos, las personas debían hacer algo memorable. Escribir un buen libro. Realizar una investigación que sirviera para el avance del conocimiento en general, del deporte o de las artes. O hacer alguna atrocidad. Algo que diferenciara a esa persona del común, la que no le interesa alcanzar cierta ‘inmortalidad’, formar parte de algún registro de manera imperecedera y ser consultado con alguna frecuencia. Hasta antes del desarrollo de la Internet, el 98% de las personas de este planeta moría y, con el paso del tiempo, eran completamente olvidadas. ¿Quién recuerda a un oficinista cualquiera de hace, por ejemplo, 100 años, cuyo legado fue una descendencia anodina y su apellido y herencia genética se perdieron en la historia a causa de alguna guerra o por la marcha hacia adelante de la sociedad? Hoy las cosas han cambiado. Basta una selfie que cualquier jovencito se haga y la comparta en las redes sociales para que su registro permanezca, así la ‘borre’ de su teléfono celular. Todas las acciones dejan una huella digital que permanece almacenada en enormes ordenadores ubicados en diversos sitios del planeta, bajo tierra, bajo el mar. Ver pornografía, buscar información académica, enviar un correo ofensivo, leer noticias, etcétera, también queda guardada la búsqueda, lo que sirve para perfilar a cada persona que usa la Web, para convertir a esa persona en un producto de consumo, para sacar provecho de ella.

Cada 24 horas, la web hace una copia de sí misma, y la guarda. 

Más allá de las obvias deducciones totalitarias, de vigilancia y control que uno pueda sacar al respecto ‒análisis que se han convertido en un lugar común y a nadie en el fondo le importan, lo que llama fuertemente la atención‒, es posible que, en digamos 100 años, nuestro actual mundo social no signifique mucho o casi nada en el maremágnum de información que habrá en monstruosas máquinas cuánticas (o quién sabe qué) de almacenaje. Pero nuestro nombre y nuestra vida estarán ahí. O mejor, no nosotros, sino el perfil de nosotros creado por algoritmos, algoritmos desarrollados y controlados por máquinas al servicio de alguna corporación transnacional, no de gobiernos, que es lo más aterrador. Este algoritmo de nosotros (un fantasma, un muñeco virtual de nosotros, brrr!!!) será convertido a su vez en algún otro algoritmo escrito y visual que nos representa, y, en cierto sentido, habremos trascendido. Como una masa de datos. Lo inquietante es que, ¿ese perfil, esa masa de datos fue nuestra esencia humana? No, claro que no. Haría falta la destrucción total de tales archivos por el fuego, por ejemplo, para que desaparezcamos del todo. ¿Eso ocurriría, digamos, en 500, 1.000 años? Espero que sí. Tanta insignificancia para un ser del futuro ha de ser insoportable. No tendrá más remedio que destruirlo.

 

***

 

Me levanté al baño. El reloj daba las 4.00 de la mañana. Bebí un vaso de agua, regresé a la cama. Metí la mano izquierda entre los calzoncitos de mi mujer. Acaricié sus nalgas suavísimas, blancas, redonditas, cálidas. Permanecí bocarriba durante un rato, deseé que los párpados me pesaran, dormir. Vinieron a mi memoria muchos pensamientos. Una de mis alumnas debía corregir varios párrafos de sus tesis de grado. Afuera, pasaron camiones, motocicletas a toda velocidad, sin exhostos, haciendo un ruido ofensivo; el tráfico se intensificaba en la avenida. Me di vuelta, sobre el lado derecho, la posición que más me gusta. Me dije que hoy, puesto que lo he venido aplazando desde hace una semana o más, debía llamar a mi editor y a Diana Castro de El Malpensante, a la que le envié dos textos hará casi dos meses y no he obtenido respuesta. Para mí, es una especie de indolente mediocridad por parte de ella. Mi editor, que me había hecho promesas con respecto a Los asesinos, la novela que quiero publicar. 

Mi mujer abrió la cortina, el black out y el velo, la habitación se llenó de cruda luz blanca. Ya la había escuchado organizar cosas en la cocina. Pensé que debía levantarme a las 6.00 a preparar el almuerzo que lleva al trabajo. Remolacha caramelizada (anoche la cociné), zapallo dorado, mazorca dorada. Debía hervir la mazorca con un poco de vinagre, pues hace dos días, a pesar de estar fresca, le había notado cierto olor a fermento. Me ardían los ojos. Mi mujer estaba en calzoncitos blancos, siempre usa calzoncitos blancos, exhibe sus piernas largas, bonitas, bien hechas. Usa una chaquetica azul térmica que le llega a la cintura. Cuando se acerca a darme un beso, acaricio sus piernas gélidas por llevar al menos media hora levantada, subo la mano hasta la entrepierna. “¡Hey!”, dice. Pero mi caricia no es erótica, es sensual. Ella atraviesa el walking closet. Al cabo de unos minutos abre la llave de la ducha. Cuando escucho que el agua le cae encima, hago el edredón a un lado, me levanto.

Tengo sed. En la cocina, bebo un vaso de agua.

Mientras organizo el bol de fruta del desayuno, recuerdo mis pensamientos en la madrugada. Me estuvo rondando lo de la nueva novela, Todo se destruye, debería hacer algo para darle un empujón. ¿Cuándo? En dos semanas, durante la semana de receso de la universidad. Puede ser, puede ser, me dije. Tendría que hacer jornadas de loco para aprovechar esos cinco días, avanzar hasta darle suficiente forma como para no dejarla abandonada.  

Mañana cumplo dos semanas de estar con gripa. Y dos semanas de que un muy hábil ladrón ‒creo que fue una mujer‒ me sacó la billetera del bolsillo de adelante, cuando iba en Transmilenio de la universidad al apartamento. Todas, cosas molestas por lo del papeleo y el costo de recuperar cada una de esas identificaciones. Cosas sin importancia. 

No escribo una línea desde la última semana de julio, cuando me tomé dos o tres semanas, y dos o tres mañanas de cada semana para corregir Los asesinos, la novela que planeo entregar a mi editor en estos días, cuando deje de aplazar llamarlo. ¿Por qué no lo he hecho? Por pusilanimidad. La novela está cerrada, terminada, no le cambiaría una coma. Me entusiasmó hasta el delirio cuando puse punto final. Pero ya han pasado dos meses, el entusiasmo se ha ido al diablo. Quizá deba releer algunos pasajes para darme ánimo, si no, en un año cumpliré más de diez de haber escrito la primera versión definitiva. He perdido la cuenta de cuántas versiones he escrito. Ahora estoy seguro, segurísimo, de haber terminado. Pero, no dejo de preguntarme, ¿haría otra versión dentro de 1 o 2 años si ahora no la publico? Lo dudo. Se ha decantado hasta la resequedad. 

Vivo en una especie de limbo con Todo se destruye flotando dentro de mí. Roncea como algo anodino y por ello mismo como algo ‘seguro’ que ocurrirá, tanto como que voy a recibir un pago a final de mes por las clases que doy en la universidad. En cierto sentido, esa novela apenas empezada es una esperanza, pero en realidad, que la escriba, es algo horrible. Mi protagonista, porque es una mujer, la última sin deseo sobre la Tierra, vive en un mundo asqueroso, degradado. ¿Podré llegar a las 600 p. que planeo?

¿No deberían salir de mí letras bellas, bellas historias, no esos esperpentos? Popularmente siempre se ha creído que la literatura debe entretener, ser bella y dar ejemplo de algo bueno y tal vez trascendental, cumplir una especie de misión social para que cada persona se ‘distraiga’ y siga su vida sin tanta complicación. De hecho, esa industria del entretenimiento saca al mercado, anualmente, millones de libros de desecho. El asunto es que yo tengo otras pretensiones y mi intención no es escribir literatura popular. O para decirlo de manera directa, literatura de desecho. A mi modo de ver, eso no sólo es fácil y cualquiera puede hacerlo, sino que no sería el vehículo (por nombrarlo así) de expresión de lo que yo quiero decir de un modo único, excepcional. Por otra parte, como a mí no me gusta que nadie me entretenga ‒soy capaz de entretenerme a mí mismo‒, odio que alguien intente hacerlo. 

Que la literatura sea bella o útil, es demasiado relativo. Basta que sea una especie de barrera de contención al tenebroso avance de la insignificancia. La insignificancia: lo que nada significa. Lo que es vano, tonto, insustancial, sin ningún valor duradero.

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