Memoria 39

Memoria 39

 

28. 10. 2019. Coetzee y la decadencia del escritor. Tuve la oportunidad de estrechar la mano y tomarme una foto con Coetzee en 2013, en un evento académico de la universidad en la que aún no trabajaba, pero había sido invitado a dictar una conferencia. Y, claro está, me causó una gran impresión, no sólo porque ya había leído todos sus libros, sino por su porte adusto y su mudez. En un momento dado Coetzee estaba en medio del salón como salido de la nada, con un impecable traje de paño azul oscuro cortado a la medida, corbata roja bien anudada, camisa blanca y zapatos negros impecables. Las manos grandes y acolchadas enlazadas al frente, y como mirando a la nada. Firmó también un libro para mí, Vida y época de Michael K, y se disculpó por escribir su firma torcida, pues había estrechado muchísimas manos y firmado demasiados libros. No intercambiamos más palabras. Todos los que estaban en aquella reunión lo quisieron acaparar a como diera lugar, de una manera tan provinciana como apabullante. Las pocas preguntas que deseaba formularle quedaron a un lado, fue imposible ningún diálogo. Para ese momento acababa de salir Aquí y ahora y yo quería acercarme al gran hombre y preguntarle por qué el libro sólo iba de 2008 a 2011, y si iba a haber otras entregas. Me contenté con su firma casi ilegible en el libro y con verlo después en la distancia. Y en la distancia, igualmente, he seguido leyendo sus libros con el mismo interés, al punto que dicté en 2016-2017, una Cátedra Coetzee en la universidad.

Últimamente he releído el libro y es lo que me lleva a estas cortas reflexiones.

Coetzee comenta a P. Auster, a propósito del “estilo tardío” que, “a medida que los escritores envejecen, se cansan de la llamada poesía del lenguaje y buscan un estilo más desnudo” (Aquí y ahora, 2012, p. 96), y cita el ejemplo más famoso: el Tolstoi de la última etapa. “Siendo esquemáticos ‒continúa Coetzee‒, podemos pensar que la vida del artista está dividida en dos o quizá en tres fases. En la primera encuentras, o te planteas a ti mismo, una gran pregunta. En la segunda te esfuerzas por contestarla. Y luego, si vives lo bastante, llegas a la tercera fase, en la que esa gran pregunta te empieza a aburrir y necesitas buscar otras cosas” (ídem, pp. 96-97). En estos comentarios Coetzee parece confundir el lenguaje con que se escribe una historia con la historia misma. Si bien es cierto que lenguaje e historia que se cuenta son interdependientes, uno no puede existir sin la otra y viceversa, también es verdad que las historias dependen del estilo con que se cuentan. De ahí que haya varias versiones, por ejemplo, del cuento “Caperucita roja”, etcétera. Pero el punto no es ese. Los puntos son la pureza de la escritura (sin adornos, desnuda) y la simpleza o sencillez con que se cuenta tal historia, para lo cual Coetzee echa mano de Tolstoi. Dice: “…en sus últimos años [Tolstoi], expresó su desaprobación moral de los poderes de seducción del arte y se limitó a contar historias que no estuvieran fuera de lugar en el aula de una escuela primaria” (p. 96).

Que llegados a la tercera etapa en su carrera de narrador en sentido coetzeano, el escritor tienda a simplificar los hechos y a presentar a los personajes de manera más sencilla, al punto que podría resultar una escritura menos compleja, menos elaborada, tiene sus bemoles, sobre todo si uno observa la evolución de la escritura de Coetzee. Desde su primer libro, Tierras de poniente (1974) hasta Diario de un mal año (2007), se podría decir que no sólo escribió 14 novelas y transcurrieron 43 años, sino que el escritor llegaba a los 67 años de edad. Es decir, para decirlo en palabras suyas, superó las dos primeras fases: 1. formuló o encontró una gran pregunta, 2. se esforzó en contestar la gran pregunta. Después de esta edad, 67 años, parece que Coetzee ha entrado en esa tercera fase en la que ‘esa gran pregunta te empieza a aburrir y necesitas buscar otras cosas’. No tengo la menor idea qué otras cosas ha empezado a buscar Coetzee después de Diario de un mal año, pero lo único cierto es que su narrativa entró en lo que él llamaría (tomado de Edward Said) el “estilo tardío”, estilo que en este caso lo que muestra no es sencillez y desnudez artística, si no tozudez autoral. Curiosamente sus trabajos ensayísticos siempre tienen el sello ‒el rigor‒ del escritor de ficción fundido con el investigador académico y siempre son de gran solidez, pero esa es otra historia.

 La escritura y el lenguaje y las historias de las últimas tres novelas de Coetzee, no me gustan de nada, y tampoco les han gustado a ninguno de mis estudiantes. Hablo de La infancia de Jesús (2013), Jesús va a la escuela (2016), y La muerte de Jesús (2019), que son insoportablemente sosas, pastosas, son casi ilegibles, en el sentido de que hay que hacer grandes esfuerzos para seguir la pista a las historias para tratar de hallar el qué; es decir, de qué se tratan las novelas y qué sentido tienen. Es como si el escritor quisiera borrar con el codo lo que hizo laboriosamente con la mano en sus 14 novelas anteriores. ¿Por qué Coetzee se empeñó no solo en un libro sino en 3, ¡3!, idénticos, insostenibles e insufribles? ¿Es que él mismo no se dio cuenta de que al entrar en la tercera fase ya estaba aburrido y empezó a buscar algo que está por fuera de su canon literario? Siguiendo a Edward Said, uno estaría tentado a pensar que Coetzee no es que haya entrado en el llamado “estilo tardío”, pues no es que haya desnudez y sabiduría narrativa en su estilo de contar una historia y en el lenguaje. Lo que hay que es unos personajes insulsos e insostenibles, copiados de sus mejores novelas, que carecen de potencia dramática, aunque pudieran tener, como no, un valor simbólico que remite obligatoriamente al mito de Jesús, el Jesús de la religión católica. No sé qué pretendía Coetzee con esta trilogía fallida. A lo mejor demostrarse a sí mismo que tiene las fuerzas suficientes para escribir tres libros y dar una lección a los escritores de tercera fase, y que aún no se ha aburrido. Coetzee hacia el final de su correspondencia con Auster, le confiesa que duerme a lo más 4 horas, y que esto ha estado sucediendo desde que se mudó de Sudáfrica a Australia. Auster se alarma y le sugiere que no debería viajar tanto ‒Coetzee viaja mucho y vive casi en un eterno jet lag‒. Quizá sea el afán de ir a todas partes donde lo llaman para dar una conferencia, formar parte de un jurado o dictar un curso y hacer presencia al máximo, lo que lo ha empujado a esta especie de “estilo tardío”, que yo simplemente llamo decadencia. Debe ser por esta razón que, cuando lo vi en aquel saloncito muy bien trajeado en 2013, pero medio aislado del mundo, me impactó al punto de creer que se trataba de timidez pura, no de un nuevo jet lag. A lo mejor, por leer en 2013 el libro a la carrera ‒unos días antes del gran encuentro‒, no presté suficiente atención al llamado de Auster a medirse un poco con los compromisos e intentar dormir mejor.

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La compasión, es una palabra que también utiliza Umberto Eco en Historia de la fealdad. Uno podría interpretar, como Eco, que hay que ser compasivos no sólo con los feos, sino con la enfermedad, la vejez, la decadencia, la malformación congénita, etcétera; es decir, con el sufrimiento: con padecer, con soportar. Compasión, deriva de padir (latín tardío) padecer, ser paciente. Dentro de esa categoría, está la vejez, que en sí misma no es fea sino horrible, ¿no estaría también, entre las parejas, buscar y encontrar el sentido de alteridad, es decir, aprender a ponerse en el lugar exacto del otro? Siempre me ha parecido un estereotipo de la vida, o mejor, de la supuesta evolución individual, lo del tipo que se enamora de una mujer de su misma edad. Joven, hermosa, lozana, etcétera. Y al cabo del tiempo, cuando ella está vieja y con los atributos de la juventud en declive, se busca una más joven y se separa de su mujer ‒en ese orden. No creo que esta sea una práctica del mundo utilitario surgido en los albores del empirismo de principios del siglo XVII. Ha ocurrido siempre. ¿Por qué? No en todo caso porque un hombre así busque la belleza de la juventud, sino porque es incapaz de ver belleza en la vejez, porque es más fácil dejarse permear por la propaganda al uso, porque carece de un verdadero sentido de la estética y de las herramientas necesarias para elaborar una propia. En suma, por pobreza interior.

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Cuando Coetzee habla de la vejez del escritor se refiere a Tolstoi y a la autoridad narrativa de este escritor frente Dostoievski. Asegura que Tolstoi tiene más autoridad narrativa que Dostoievski, lo que es muy discutible. Es como decir que García Márquez tiene más autoridad narrativa que el Eduardo Zalamea de Cuatro años a bordo de mí mismo. Coetzee, hábilmente, no habla del texto Confesión, que Tolstoi escribió cuando llegaba a los sesenta años, ¿1885? [verificar]. Un librito que deja mucho que desear. Es insufrible, aunque no estaría ‘fuera de lugar en el aula de una escuela primaria’ rusa. La misma decadencia uno observa en las últimas novelas de Philip Roth y de Conrad, en las de García Márquez y en las de Vargas Llosa, etcétera. Libritos pésimos. Mejor no haber sido publicados nunca. ¿A quién tratan de engañar estos autores con escritos decadentes? ¿Es que el ego no les permite hacerse a un lado y guardar un decoroso silencio? Es lamentable que un escritor duro con el capitalismo se preste a semejante cosa.

¿Decadencia artística, entonces? Parece ser la respuesta. En ese caso, uno debería tener una compañera o un editor de fiar (un imposible en los tiempos modernos) que le diga a uno, como cuando recién arrancaba: Esto no sirve. Vuelva a empezar. Pero, ¿quién le va a decir cosa tal a uno de estos diosecillos del Olimpo literario?

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Llama la atención que a lo largo de su vida de escritor de novelas y de su vida académica ‒actividades que ha desarrollado más o menos en paralelo‒, Coetzee se autodenomine ‘escritor profesional’ o ‘un intelectual’, pues no se considera un artista. Intentó ser artista cuando vivió en Londres desde los 21 hasta los 25 o 26 años, pero allí descubrió que no sería un artista sino un académico y un escritor de narraciones. En la fase final de su vida como excelente narrador, fase que acaba con Diario de un mal año, cuando tiene 67 años de edad, pues la trilogía sobre Jesús marca un declive de su poder narrativo. ¿Por qué? ¿Por qué si como académico e intelectual es tremendamente lúcido y agudo? A lo mejor esto sucede porque en la academia (no olvidar que de 1961-1965 fue programador de IBM en Londres, en donde administraba y correlacionaba números, es decir, datos,) lo que se hace es administrar una ingente cantidad de datos y conceptos, y por ende, la historia de esos datos y conceptos. La academia únicamente produce conocimiento a partir de lo que está por fuera del ámbito cuantificable e historicista, y gracias a su capacidad de correlacionar datos y conceptos, no de crear conceptos nuevos por fuera de los sistemas académicos tradicionales atiborrados de protocolos. Los conceptos nuevos los crean, los ‘fabrican’ (al decir de Deleuze) los filósofos y no precisamente los filósofos de las academias, que no son filósofos, sino, en el mejor de los casos, buenos administradores de un currículo. Es claro que una sola novela de Coetzee, por ejemplo, Esperando a los bárbaros, está en mayor capacidad de producir conocimiento disruptivo sobre las sociedades humanas, sus relaciones y sus fronteras, que cientos de estudios sociológicos, políticos y culturales.

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