Los amores destrozados. Capítulo 12

“Él desea lo absoluto, lo que no se corrompe, aspira a la perfección del amor, a que, a la par del cuerpo, ella deposite el alma en sus manos.”
Germán Gaviria Álvarez

Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2023 [2016]
Formato: 12,6 cm X 20,5 cm
Palabras: 70.909
Idioma: Español
Género: Ficción
Subgénero 1: Novela
Subgénero 1: Novela colombiana siglo xxi
Subgénero 3: biografía novelada | biografía | autobiografía | autodiégesis | confesión
Temas: amor infantil | amor adolescente | novela existencial | primer amor | amor filial | década de 1970-1980 Bogotá | novela urbana

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Idea generadora de la novela: Trabajo de elaboración retrospectiva de los momentos más importantes de mi infancia y mi juventud. Análisis introspectivo para identificar los problemas que consideré de vital importancia en esas épocas de mi vida para entender qué pasó, y el por qué de semejantes sentimientos. Todo en momentos en que mi padre estuvo por temporadas y luego ya no estuvo nunca más.

Busqué la perfección técnica y el despliegue verbal con un uso extensivo de las metáforas y otras figuras de sustitución del relato realista. Se trata de una novela simétrica. Quería enrarecer el clima del pasado. Excepto el último capítulo de la novela, todos los demás capítulos tienen un número aproximadamente igual de palabras, así como de recurrencias narrativas. En mi memoria, a pesar de ser rigurosamente cierto lo que narro, es tan solo un sueño. En el fondo, sólo es una novelita sobre la destrucción del objeto amado.

Palabras clave: | autoficción | literatura del yo | autodiégesis | autobiografía | biografía novelada | biografía | amor materno | amor al padre | complejo de Edipo | infancia | adolescencia | juventud | 1970-1980 Bogotá | abandono | soledad | diario literario | Kafka | microhistoria

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Resumen:
Infancia
Es 1971, él tiene 10 años de edad y vive en un barrio áspero, en un ambiente brutal. Él adora a su madre y a su amigo Manuel. Descubre las mentiras de su padre y empieza a odiarlo porque hace sufrir a su madre.
Luego cree odiar a la madre porque observa que ella encubre a su marido
a pesar de que viven casi en la miseria y gasta el dinero en otra cosa. Él tampoco se siente seguro de que aprobará el año escolar y pasará a secundaria. Él siente que todo el amor en su vida ha sido destrozado.

Juventud
Es 1978, G tiene 16 años, repite el penúltimo año de la secundaria. Su padre está postrado y moribundo y vive en abundancia con otra mujer y dos hijos. G odia a su padre, odia a su madre por no haber sabido enfrentarlo para ellos vivir mejor. G se enamora de Liliana, una joven cuyo amante se ha suicidado. G vive con ella un amor absoluto e imposible. Al final, G comprende que el amor por su madre, por su padre, por sus hermanas, por Liliana, ha sido destrozado y debe aprender de ello. En el fondo, está la búsqueda por el significado de la libertad, de la vida sensible.  

Los amores destrozados

 

Primera parte

 

 

12

Desde que se fue, nadie sabe nada de ese señor. Aunque cada dos o tres meses llegaban telegramas anunciando un giro, ya ha pasado medio año en silencio total. En la oficina del Centro en donde trabajaba negaron haberlo trasladado y le aseguraron a su madre que renunció y se fue a no saben dónde. Hasta cuándo podremos aguantar, pregunta su madre. ¿Qué vamos a hacer? ¡Dios mío! Su madre consigue dinero prestado con los vecinos afirmando que lo devolverá cuando llegue un giro de su marido. El dinero conseguido alcanza para unos días; pero la comida pronto desaparece de los estómagos. Sus hermanas se diseminan por la casa, se esparcen por paredes y pisos mientras él mira como en éxtasis desde un rincón; su hermano es un astro eclipsado en el patio. Su madre es un mástil fracturado en medio de la cocina, con astillas ahogadas en medio del hambre que achica los carbones fríos. Por hacer algo, su madre deshollina el buitrón y blanquea el culo de las ollas renegridas. Con los vecinos, antes iba ella en persona, luego una de sus hermanas tocaba las puertas, ahora lo pone a él que desfallece de poquedad. Cuando ningún vecino está en capacidad de hacer el préstamo, manda a una de las hermanas mayores a la tienda, pero la comida dura menos en los dientes y la lengua se alarga hasta las rodillas, baja y lame las plantas de los pies. Si ese señor nunca más vuelve a girar dinero, ¿por qué su madre se compromete con deudas que nunca podrá pagar? ¿Por qué no se siente humillada como él que se le cae la cabeza de vergüenza? Su madre habla de limosnear, afirma que están en la miseria. Gracias a Dios tenemos un techo, dice, para la comida Dios proveerá. Aparte de sus dibujos con patos y nubes, flores y un lago y el sol en la mitad pintado todo con lápiz negro, que él hace para ella, al reverso le hace un retrato para consolarla. Lo mal que estamos y usted botando la plata en dibujos, ¿es que no sabe hacer nada más?, reclama exasperada. ¿Ya hizo todas las tareas? Uno a uno, él recoge los dibujos que ella ha dejado encima de la biblioteca – vitrina de ese señor. Va al techo de la casa y los quema. Nunca más hará dibujos para ella, jura mirando al norte de la ciudad. Al norte, donde un día irá; se lo dice como una promesa. El norte, lleno de gente rica y desconocida, de carros y casas que es imposible imaginar. En derredor, la mayor parte de los techos ondulados de cemento tiene construcciones a medio hacer. Unos pocos tienen el segundo piso a la mitad. La mayoría luce bloques anaranjados, varillas oxidadas, cemento con rebabas y cráteres. Recorre a grandes zancadas toda la manzana y siente en los huesos las ondulaciones de los techos. Nunca ha ido hasta donde la vista alcanza. Corre hasta que los pies se gastan y los huesos brillan. Las rodillas de neme, el calzoncillo de cemento, la cara escuálida y los dedos esqueléticos. El perro del vecino arranca la tela asfáltica con sus garras, desgarra el neme de su espalda, hace malabares en el borde de los techos. El perro ladra furioso a alguien en el antejardín de la casa. Ese señor, que ahora es más que un extraño, ha vuelto, se dice él y piensa en su madre. Justo hoy, cuando incluso en la tienda le han negado fiar y los carbones de la estufa son mero vestigio. Así a ella la llene de alegría el regreso de ese señor, estaban mejor sin él. El perro aúlla con poder acerado y la cola de cuero fuetea sus piernas. No hay ningún taxi en la calle, ninguna máquina trabaja y hace días una volqueta hizo varios montículos de arena. En el antejardín, un hombre sobre una bicicleta tiene un papel en las manos. El quepis cubre su rostro y del hombro cuelga una mochila de cuero. La hermana mayor tiene el pelo recogido con dos hebillas, una a cada lado, y lleva puesta la bonita falda verde plisada que lava y plancha todos los días. Con dinero sacado de no se sabe dónde, su madre puso un nuevo telegrama a ese señor y quizá esta es la respuesta que ha estado esperando. O quizá el correo anuncia que ese señor ha muerto. Quizá ese señor manda que vayan a Sogamoso. Él no irá a Sogamoso. ¿En Sogamoso hay colegios del Gobierno? Cuando baja a la sala se entera de que las cuotas mensuales de la casa están atrasadas. Desde hace más de cuatro años nadie paga y el deudor debe presentarse de inmediato. Entonces ese señor sí pagó un pedazo la casa, la casa no fue un regalo del Gobierno a los campesinos desplazados a la ciudad. Lo dijeron en la escuela para burlarse de él y avergonzarlo. Temblando de ira y desesperación como él nunca había visto en ella, su madre encuentra unas monedas, escribe en un papel y manda a la hermana mayor a que despache un telegrama a Sogamoso. A pesar de ser de día, ordena que todos vayan a la cama. Autónoma, la correa salta del clavo, restalla con ira, no admite réplicas de nadie. Su madre espera hasta que la última emisión de la radio acaba, y permanece en la sala. La sala crece y se enfría, la bóveda de cementerio la clausura. Él, recostado en la cama, traga saliva en medio de sus hermanas que ya no susurran, se entretienen reventando pulgas entre las uñas. La placa de luz de la sala forma una grieta anaranjada bajo la puerta, igual que la bombilla, y tranca la oscuridad que sale del cuarto. Al otro lado, su hermano es una araña agazapada encima de la colchoneta. Su cara verde de ojos pétreos palpa la oscuridad. De noche, la sombra del día se mete dentro de él, lo ennegrece y diluye el esqueleto de su cuerpo. Él es una sombra carnosa bajo la cobija. Por eso siempre sueña que viaja y por eso nunca se mueve de su casa y roba libros de la biblioteca – vitrina de ese señor. Por eso nunca se hunde por completo en el sueño. Teme que la sombra lo disuelva en un charco de aire negro. En duermevela, atento, jamás oyó que un taxi se detuviera en frente de la casa. En duermevela, vio a su madre de pie en la ventana de su cuarto escudriñando la calle desolada. Tenía la frente contra el vidrio diluido en polvo de agua. El polvo de agua cubría sus pies rosados y hacía brillar sus uñas blancas. Vio aquellos pies de piel suave uno sobre otro y besó sus deditos gélidos. El relente de la madrugada erizó las mejillas y las cejas de su madre. En la calle rota, el urapán umbroso se llenó de estornudos y suspiros. De hambre, la garganta se llenó de neme, la cara se llenó de concreto y él tuvo patas de zancudo. No porque escuchase ruidos, sino por el olor que venía de la sala, supo que su hermano usaba los dedos en la olla donde repica la noche. La olla repica de hambre. Al día siguiente, su madre calza los piecitos en unos zapatos de tacón que saca de una bolsa de tela estampada de flores y plancha aquel vestido venido de Sogamoso. Su madre estarce polvos en su cara, recoge el pelo abundante a un lado con una hebilla, que adorna con vivas flores de plástico, se pone unos topitos en las orejas y eleva los labios con colorete. Es hermosa como nunca antes él vio a una madre. Él cree que va a ese restaurante del Centro donde trabajó hace años para que la admitan. Toda la dureza que había acumulado contra ella desaparece. La admira por desafiar el mandato de ese señor. Es un acto tan grande que en adelante él no podrá ser inflexible con ella. Pero después de una semana de ir y de venir del Centro con la misma ropa del primer día, ella se rinde. Estoy harta de ir de una oficina a otra, dice hastiada. Maldice a ese hombre y maldice su suerte. Insulta al Gobierno y maldice su vida. Con su mirada injuria que ellos existan. Todos la rodean, las mayores fuera del círculo; él detrás de ellas. Su hermano está azulino y pétreo a su lado. La hermana mayor se cruza de brazos, saca a un lado la cadera. Su madre los arrasa con su mirada y afirma que quedarán en la calle. Ante el silencio de su marido, ha suplicado a esos hombres del Gobierno para que no les quiten la casa. Si los echan, ¿qué harán? Lo primero, es tener casa, es lo más importante del mundo, dice. Después de explicaciones largas y borrosas, asegura haber conseguido la refinanciación de la deuda y de los intereses de cincuenta y seis meses de atraso con el banco. Habrá nuevos intereses sobre aquellos intereses. De no cumplir, el banco, dueño de la casa, los pondrá en la calle. Su madre habla de Las Colinas, es el lugar donde vivirán si no pagan. Entonces dice a su hermano y a sus dos hermanas mayores que deben trabajar. No hay otra salida, no al menos hasta que su marido envíe dinero o hasta que regrese. Pero por el momento no va a volver, seguro ha enfermado. De estar sano, no permitiría que pasaran por lo que están pasando. La hermana mayor toma de la mano a la segunda hermana, la golpea con su cadera y se miran de reojo. Usted, que es la mayor, ¿no dice nada? Hice lo que pude, dice su madre, las palmas de sus manos rozan sus hombros, empalidecen y borra el carmín con el pañuelo. Sus labios descienden. La cara de su madre baja hasta la clavícula izquierda, tan diáfana como sus manos. La hermana mayor tuerce los pies hacia afuera, hace una higa con los dedos en la espalda y baja la cabeza incinerada de rabia. Sus ojos rechinan y hunde los labios entre su garganta. Aunque a él esa ofensa lo colma de furia, no se atreve a acusarla. Tienen que trabajar, dice su madre enrojecida y mira a su hermano y a la hermana mayor. Los pómulos brotados de su hermano se hunden y los ojos amarillentos se expanden hasta las crecidas orejas carnosas. ¿Cómo en qué vamos a trabajar?, encara la hermana mayor. ¡En lo que sea!, corta su hermano. Su madre los manda callar, chupa una menta helada y la pasa de un lado a otro de la boca. La boca se refresca. Mañana vamos al Centro, dice, engorda de pronto y sus pómulos se llenan, mañana los acompaño a buscar. Ese día, su madre ha ido donde una vecina y el préstamo se ha convertido en platos de sopa aguachenta.  

Al regreso de una caminata por el barrio con Manuel, a quien por vergüenza nada revela, hay otra noticia en la casa. Su padre ha muerto, no existe otra explicación a la violencia del llanto de su madre y a los gestos en las bocas de sus hermanas. Hay una carta. La hermana mayor ha escapado de la casa, nunca va a volver, firma el juramento con dos gotas de sangre: una de ella, una del novio. Se casará y tendrá una casa como se debe, nunca más vivirá en la miseria, lo jura. Y tampoco va a trabajar para mantener a unos muertos de hambre. Los días abotonan el rostro de su madre, la correa es una bailarina en la punta del clavo, sus hermanas tienen ojos de lechuza y sonrisa de cremallera. La casa sólo es una bóveda. Asistido por su madre, su hermano consigue trabajo en un barrio del Centro con un tío lejano de ese señor. Él no envidia que viaje en microbuses nuevos, lo asombra que el trabajo consista en tejer sillas de mimbre, que haya conseguido un maletincito, que en el maletincito haya colbón, un martillo pequeño y pinzas de acero. Nada concuerda, todo va en contra de aquellas revistas técnicas que ha leído y de que haya hablado de pilotear aviones. ¿Por qué su hermano, quien odia a su madre, no se planta ante ella, qué le impide ir a la Fuerza Aérea y aprender de aviones? ¿Por qué no se va como hizo su hermana? ¿Ellos dos no son casi de la misma edad, él no es de mayor estatura? Su hermano le dice que debe ayudarlo, le pagará por su trabajo. Lo manda en medio de la sala como habría hecho ese señor. Pagará diez centavos por cada cien palitos de colombina que consiga. No sabe por qué, pero él sabe que en ello hay una estafa. Con mil palitos tendrá una fortuna. Recorre el barrio con escasos resultados. Registra el patio de la escuela, los andenes que la rodean y merodea por las tiendas. Reúne mil ochocientos palitos en una semana. Cuando están limpios, su hermano dice que son demasiados y le recibe doscientos. Dice que guarde el resto, no sabe cuándo los va a necesitar. Es infinitamente extraño lo de los palitos. Su hermano intenta adiestrarlo para que tome su puesto, desea viajar a Sogamoso y buscar a ese señor. Desde aquel día evita a su hermano, pero cuando le da órdenes acata en silencio. Ahora su hermano anda a sus anchas, habla duro a sus hermanas en la sala y las amenaza. Desde que ese señor ha desaparecido, su hermano tampoco besa a su madre antes de acostarse. No se acurruca en la colchoneta de la sala y ya no lee revistas técnicas. Cuando le parece, le pega a él y pega a sus hermanas con el puño y clava en ellas sus ojos de obsidiana. Ahora él limpia los zapatos que fueron de ese señor. Luego, su hermano los inspecciona, hace que pula las suelas y los manda poner al lado de la colchoneta. Su hermano crece con los zapatos cuyas puntas se alzan. Son Corona, dice su madre. De noche, los zapatos caminan solos, chirrían en el cemento de la sala y amanecen en la puerta de su madre. Ella se levanta con la segunda hermana que todavía no consigue trabajo. Es muy niña, le han dicho. Avergonzada, la segunda hermana prepara el desayuno. Los zapatos bonitos de su madre salen de la casa al lado de los zapatos viejos de su madre. Los zapatos nuevos de su madre llevan las piernas de espartillo de la segunda hermana. Los pies sobrenadan en los zapatos llenos de periódico en las puntas. Cada mes, su hermano y la segunda hermana entregan el dinero a su madre. Viene en bolsitas de manila cerradas con sus nombres y el tamaño de un billete. A su regreso de la prendería, su madre dice que a duras penas han reunido para la cuota de la casa. La tercera y la cuarta hermana deben trabajar. Si ya vendió los dos trajes que quedaban, si ya empeñó las mancornas, las tres hermosas camisas blancas de mi papá, ¿por qué no vende el radio?, reclama la segunda hermana. ¿Por qué no pone un telegrama a los abuelos ricos de Manizales, por qué no les pide ayuda? La correa salta del clavo, baila y da una patada. ¿Va a seguir el ejemplo de su hermana mayor?, ¿trama fugarse como una prostituta? Tienen que encontrar un trabajo, nada más hay que hacer, dice. ¿Es que no piensan en mí ni en sus hermanos pequeños?, agrega su madre. La correa vuelve al clavo sin haber sido mojada en la alberca. Ha salido a relucir que hay familia rica en Manizales, que son políticos y grandes hacendados. Aquella familia a la que de vez en cuando se aludía, estaba demasiado lejos como para hablar y hablar de ella. Sus compañeros de escuela tienen abuelos y tíos y sus primos son mejores que sus hermanos. Él no tiene abuelos y ningún tío, ningún primo ni cuñados, y no imagina cómo pueden ser los de Manizales. Su madre es de familia millonaria, según dice la segunda hermana, pero trabajó de sirvienta en el Centro y ahora viven en la miseria. ¿Cómo puede ser semejante cosa? ¿Por qué su madre no quiere saber nada de aquella familia, tanto como para sulfurarse con su hermana? Su madre tiene secretos de catástrofe. 

Un día, su madre saca unos zapatos de una bolsa de tela y los limpia con esmero. Durante esa semana, cada día plancha el vestido traído de Sogamoso por ese señor. Su madre fragua con polvos su cara, comprime el pelo abundante y rubio a un lado con una hebilla y clava florecitas de plástico, remacha unos topos en las orejas y ensangrienta los labios. Hastiada de trasegar el Centro, dice a su hermano y a su hermana mayor que deben trabajar, no hay otra salida, no hasta que su marido envíe dinero o hasta que regrese; de lo contrario, tendrán que vivir en las Colinas. Va a volver, debe estar enfermo, él no permitiría que pasáramos necesidades. Él no me abandonaría, dice llorosa, no tiene corazón para hacer eso, él no. Los zapatos que saca de una bolsa estampada, hermosos zapatos de charol negros, nuevos y de tacón alto que él jamás había visto, abrazan sus pies esbeltos y la hacen ver más alta y muy bella. El último día de sus correrías, los reúne en la sala, y habla. La hermana mayor mira a la segunda hermana, toma su mano, bambolea su cadera y tuerce los pies hacia fuera y hace una higa con los dedos de la mano libre. Y usted que es casi bachiller, dice su madre a la hermana mayor, ¿qué? Mañana mismo consigo trabajo, madre, no se preocupe.

Final del capítulo 12 de la primera parte.

Espere el siguiente capítulo el 17 de febrero de 2025.

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