Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2011-2023
Formato: 12,6 cm X 20,5 cm
Palabras: 36.456
Idioma: Español
Género: Ficción
Subgénero 1: Novela
Subgénero 1: Novela colombiana siglo xxi | novela criminal
Temas: relación padres – hijo | servicio militar | crimen | viaje | amor filial
Disponible en: Amazon
Idea generadora de la novela: Hace unos 30 años, cuando trabajaba como bibliotecario en la Alianza Francesa de Bogotá, sede Centro, conocí a un estudiante de lengua y cultura francesa que un día me contó su historia. Su padre, un ex militar, había sido asesinado a tiros cerca del aeropuerto El Dorado unos ocho años atrás. Hacía unos 15, tras la baja en el Ejército, había montado un almacén de telas de lujo. Este estudiante me contó detalles de la vida de su padre. Su trayectoria fue casi la misma que la del Antonio José de mi novela. Cuando lo conocí, este joven trabajaba en el almacén de telas que estaba yendo a la quiebra y él y su madre no lograron sacarlo a flote. Finalmente, este joven, que se sentía muy frustrado, se fue a vivir a Francia.
Hacia finales de esa década de 1990, embarcado en la lectura de la obra de V. Nabokov, en un mercado de segundas encontré una hermosa, aunque deteriorada edición de lujo (tapas verde oliva), de la novela corta El ojo, y quedé fascinado con el manejo técnico de la historia. Desde entonces releí esta novela varias veces e hice varios análisis comparativos con otras obras del género novela corta y me di cuenta de sus inmensas posibilidades expresivas, que hasta entonces no había considerado.
Hacia 1997, también estuve embarcado en la lectura de la obra Michel Serres, en especial La historia de las ciencias. Me sobrecogió la narración del trabajo de Arquímedes, y su famosa muerte en Siracusa. Decidí que algún día escribiría sobre Arquímedes y su muerte, y planeé visitar Sicilia tiempo después. La figura de Víctor Acero llegó hacia 2008, cuando me presentaron a un famoso pastor cristiano en Bogotá. Me entrevisté con él varias veces porque deseaba publicar para su secta una serie de libros, y en ese momento yo era editor freelance y necesitaba el trabajo. Pero me fue imposible soportar su labia y su untuosidad y no trabajé con él.
Esta novela tuvo su primera versión en 2008, y la séptima en 2011, cuando la presenté a un concurso nacional de novela corta y le fue concedido el primer premio.
Explicación necesaria de la versión 2024: En el proceso de revisión para una segunda edición de esta novela, vi que era necesario hacer muchos ajustes. Terminé cambiando casi el 40% de la escritura y de las historias. Se supone que ‘lo escrito, escrito está’ y que un libro ya publicado no debe ser modificado en su esencia, pues marca un punto importante en la madurez narrativa del escritor. Difiero de estos conceptos. Si “imaginar un lenguaje es imaginar una forma de vida”, dice Wittgenstein, imaginar unas historias cruzadas elaboradas con un lenguaje, también es imaginar formas de vida. Es decir, si el lenguaje con que el escritor se expresa es una forma de vida y sus personajes también entran en esta categoría, entonces las historias contadas, como la vida, evolucionan, cambian, actúan como sucede con toda la tradición oral que forma la columna vertebral de una cultura. Y la cultura, cambia, vive, evoluciona. Por eso, el relato se determina por la acción que lo estructura. Sin tal acción, el relato no existe. Sólo contados escritores tienen la capacidad de escribir una historia una única vez, sin hacer versiones y versiones hasta alcanzar el punto deseado, como Kafka y Beckett. El resto de los escritores mortales tenemos que escribir versiones y versiones hasta llevar la historia al punto deseado. Es mi caso. Tanto es así, que escritores de primera línea como T. Mann o H. Broch o Coetzee al terminar cada trabajo después de años de muchos esfuerzos, deciden publicar y ya no cambiar una coma, como puede constatar cualquier persona leyendo sus biografías o la historia de cómo fueron creadas sus obras. Muchas universidades en el mundo pagan cifras exorbitantes por aquellos primeros manuscritos. ¿Hay alguna diferencia? Yo he consultado los de Coetzee, por ejemplo, quien los vendió al Centro Harry Ransom por una cifra del orden de los 2 millones de dólares para que el público tuviese acceso a su evolución creativa.
Publicar un libro no es cegar la vida que, en sí, emana de cada página escrita. Ya lo escrito no tiene fuerza de ley y cada vez más se restituye al mundo profano la palabra considera sagrada, inamovible, grabada en piedra. Publicar un libro es lanzarlo a la vida, muchas veces para el estudio y/o el entretenimiento, que también son formas de vida. Si el libro es capaz de ir más allá de ese cometido y logra un lugar en la cultura, agrega valor vital a esa cultura, da vida. También es cierto que la gran mayoría de autores, una vez puesto el punto final, se sienten tan cansados por el esfuerzo que ya no desean saber más del libro en cuanto tal y finalmente publican. En ese momento el autor sólo pensará en la recepción que hacen los lectores en cuanto a su aceptación, crítica y ventas. Se ha dicho que el libro una vez publicado ya no pertenece al autor sino al público. Esto es cierto únicamente si al público se le ha educado para que lea el libro de un solo modo, unidimensional y cerrado. Pero cuando se considera que el libro puede ser leído y entendido de maneras distintas, enriquecedoras, no como un mero trabajo intelectual o de esparcimiento en el que el texto acaba cuando se cierran las tapas del libro, el libro renace y admite otros puntos de vista, nuevas formas de existencia.
No tengo idea si dentro de 10 años revise de nuevo este libro y decida que será otra cosa. Hay prepotencia y mucha vanidad en el autor que lanza su libro al mundo como si fuera un epítome de lo acabado, de lo ya hecho, de lo perfecto. No existen libros perfectos. He leído libros elaborados por prestigiosos autores y editoriales, y siempre he encontrado algún gazapo, un algo que mejorar. Se dirá que la imperfección es humana, que ahí reside no sólo la belleza de la obra, sino que también es un registro del acontecer del escritor en su evolución humana (ver Topología del relato criminal). Sin duda, hay razón en ello. Desde mi punto de vista, el escritor es un ser ordinario, común (sí, hay excepciones), que se diferencia de los demás y se hermana con los creadores de otras profesiones, en que su voluntad de crear y de perfeccionar lo creado nunca cesa. O mejor, cesa sólo cuando el escritor muere. Es entonces cuando lo creado, si es lo bastante potente, se fija en el tiempo enriquecido por las lecturas diversas que suscita, o desaparece. No sobra decir que es la obra, no el escritor, la que siempre debe estar en primer plano.
H. von Kliest, publicó Michael Kohlhaas en 1810. F. Kafka no publicó en vida “Recuerdos del ferrocarril de Kalda”, un texto inconcluso de unas 4 p., de 1914. Alejo Carpentier publicó en 1956 una novelita corta o relato largo, “El acoso”. V. Nabokov dio a la luz El ojo en 1930. Estas obras que acabo de citar me sugirieron la estructura final de esta novela, en especial la última.
Nota sobre el título: El hombre que imagina, título original con que fue publicado en noviembre de 2011, tal vez sirva mejor al propósito de esa primera versión del libro. Como tal, el texto ha sido reelaborado, así mismo he reelaborado el concepto original y profundizado en aspectos que hace 12 años no alcancé a comprender y ahora veo con más claridad. El nuevo título La siciliana, recoge no solamente el título del primer esbozo de 2008, sino que expresa mejor esta intención segunda.
Palabras clave: masoquismo | problema del padre | complejo de Edipo | Sicilia | Palermo | Italia | Bogotá
Autores relacionados con esta novela:
J. W. von Goethe
H. von Kleist
F. Kafka
T. Mann
S. Freud
J. M. Coetzee
L. von Sacher-Masoch
Resumen:
1998, el joven Antonio Pedrini Acero, hijo de un ex coronel del Ejército Nacional que, tras caer en desgracia monta un almacén de telas finas en un sector exclusivo de Bogotá, es enviado a Palermo, Italia, por sus padres para realizar un negocio que los librará de la bancarrota familiar. Los acontecimientos se precipitan cuando el ex coronel es asesinado a tiros y Antonio Pedrini, ya en Italia, resuelve tomar las riendas de su vida. Decisiones que afectan de manera profunda y definitiva a él y a su familia.
Luego de 23 años de vida sencilla y sin altibajos en Palermo, reaparece en la vida de Antonio Pedrini su tío, el pastor cristiano Víctor Acero para cobrar deudas del pasado que Antonio física y moralmente es incapaz de pagar. Antonio se ve abocado a tomar decisiones criminales que ponen en peligro su equilibrio emocional.
La siciliana
Esta novela recibió el Premio Nacional de Novela Corta en 2011 con el título El hombre que imagina. El contenido ha sido modificado en algo más del 30%, pero no se modificó la estructura.
Siempre que nos ponemos a meditar
sobre el sentido de nuestro pasado,
éste parece llenar el mundo entero con su profundidad.
Conrad
4
Antonio Pedrini Acero tiene 25 años de edad. Por primera vez en su vida se encuentra en el aeropuerto de Palermo. El verano ha hecho que el aeropuerto esté repleto y la atmósfera reverbere. Aunque preferiría tomar un taxi, buscar un hotel y él mismo encontrar acomodo, examina y encuentra al otro lado del check out la figura de su tío Horacio. Horacio es el hermano mayor de su padre y ha venido a buscarlo. Sostiene un cigarrillo en los labios y le hace una viva seña con la mano. Lleva el mismo traje de lino de dos años atrás, o eso parece, cuando se alojó durante un mes en la casa de sus padres en Bogotá. El cabello un poco largo y pastoso y los baratos lentes oscuros, le dan un aire de hombre acabado. Es la misma imagen sucia y decadente que de él tenía. Verlo, le produce decepción, incomodidad y desagrado. Horacio suda, Antonio puede ver el brillo de su piel en la distancia. Parece que de su frente que seca con un pañuelo arrugado, nunca va a dejar de salir agua y grasa. Por su madre, Antonio sabe que tiene 60 años. Es seis años mayor que su padre.
El encuentro es efusivo. Horacio le da un abrazo y un beso en cada cachete y profiere una cantidad de cosas tontas. Lo ayuda con la maleta. Una maleta no muy grande ni pesada con ruedillas de plástico. Antonio tampoco tiene planeado quedarse mucho tiempo. Sólo ha ido de mensajero y aprendiz y espera volver a Colombia lo antes posible. El tiquete de regreso indica que debe estar en ese mismo aeropuerto dentro de dos semanas. Antonio no corresponde a la efusividad de Horacio cargada de transpiración; le parece excesiva su manera de moverse y su palabrería. Horacio está ansioso, como si le pasara algo o estuviera borracho. No huele a licor. Hace menos de 24 horas hablaron por teléfono para precisar lo de la llegada del vuelo.
Querrás tomar algo, dice. ¿Qué tal la comida en el avión? Buenísima, ¿no?
Horacio lo lleva a uno de aquellos locales abiertos de butacas altas. Se sientan y Horacio ordena un par de cervezas frías. Antonio interviene, prefiere un café americano grande. Horacio tiene algo que decir, sólo busca el momento adecuado. Mientras llega el pedido, pregunta por el vuelo, si le gustó el aeropuerto de Roma en donde hizo la conexión a Palermo, y si tuvo algún problema. Antonio responde a todo de manera tranquila. Desde que salió de Bogotá, no ha tenido ningún contratiempo. Luego hay silencio y una tensión extraña.
De repente, Horacio hace un gesto lúgubre. Bebe de un sorbo la mitad del vaso como si pasara un trago excesivamente amargo. Antonio se queda inmóvil y a la espera. Es posible que el negocio que vino a hacer se haya jodido, como se han jodido la mitad de los negocios importantes de su padre. Las malas rachas no vienen solas, se dice Antonio, pues reconoce en Horacio los mismos gestos de su padre. También es posible que sus padres no hayan hecho algún trámite de manera correcta y sea necesario subsanarlo; o quizá no hay nada qué enderezar porque el negocio no va a tener lugar. Punto. Es lo que parece. Ese tipo de cosas suceden a última hora como si nada. ¿Cuándo será que su padre renuncia a su maldita vocación de ponerlo en situaciones complicadas?
Pero es algo peor, mucho peor, puede verlo en la cara sombría de Horacio.
Escucha con atención las palabras que pronuncia su tío de modo brutal. Palabras que, aunque nunca creyó posibles en boca de nadie, tampoco lo cogen desprevenido:
Antonio, mataron a tu padre en Bogotá.
Horacio lo mira. Tiene el rostro desencajado y las gafas de sol subidas en la frente. Su mirada parece la de un desquiciado. Los ojos brillantes, húmedos y blandos hacen un esfuerzo sobrehumano para parecer sólidos. Miran a lado y lado. Son de gelatina. La piel de la cara es amarillenta y sebosa, llena de poros. De manera rara, Antonio se queda mirando la rojísima boca de Horacio mojada de cerveza.
Antonio quisiera que la noticia le importara, quisiera que esas palabras tuvieran algún efecto sobre él, que lo pasmaran. No es así. Por el contrario, siente un alivio extraño. No porque se alegre, no porque no entienda que acaban de asesinar a su padre en Bogotá y es algo horrible. Es gracias al endurecimiento que ha desarrollado hacia sus padres para librarse de su carga opresora, lo que en este instante le proporciona cierta serenidad. Se dice que es un mal hijo. ¿Por qué no es capaz de sentir dolor o sorpresa siquiera? ¿Por qué no se aterra? Más bien lo invade la sensación de haberse quitado un peso de encima, y ahora sí pudiera respirar. Lleva años tratando de alejarse, de ser libre, de tener una vida propia, sin la intervención de su padre, sin la intromisión de su madre. La última pelea que tuvo con su padre fue a causa de Sofía. Sofía es su novia, está embarazada y desde el primer momento su padre les prohibió que abortaran. Le dijo a Antonio que le daría la herencia en vida y aportó el dinero para la compra y la dotación completa de un apartamento para que la pareja tuviese un lugar propio. Después de que ese niño nazca, se tendrán que casar con todas las de la ley. Antonio se instaló en aquel apartamento con Sofía a desgano, por imposición de sus padres. Antes, tenía una relación simple y segura con Sofía. Ahora el embarazo y dicho ‘regalo’ ha hecho que empiece a odiarla. Nunca creyó sentir asco por una mujer embarazada. Nunca pensó que le repugnarían tanto sus olores, sus costumbres y los caprichos de Sofía. Así como sus sentimientos, a cada instante a punto de estallar. Cómo puede una mujer esperar un hijo y ser tan intolerante con nimiedades como la comida. Cómo puede ser tan indolente con el aseo. Cómo tan infantil con sus gustos y sus juicios. Además, eso es lo que lo asombra, cómo puede, con el embarazo tan avanzado, pretender hacer el amor con él, como si él fuera el macho proveedor de placer morboso. ¿En qué clase de mujer se convierte una embarazada?, se dice Antonio.
Es una coincidencia propicia y extraña que a su padre lo hayan asesinado y él esté en Italia. A su padre, ese hombre alto, vigoroso, maduro e impecable, lo han matado como si se hubiera cumplido alguna especie de destino, o de ley divina. Es increíble, pero parece que debía ser. Pero para que alguien esté muerto de verdad es necesario ver el cuerpo, contemplarlo durante algunos minutos para tener la certeza de que no respira, de que no se levantará jamás. No basta con que un extraño lo diga. Horacio, para él es un extraño. Es alguien que de vez en cuando estaba al teléfono o que los visitaba cada dos o tres años ‘para ver a la familia’. Su ropa siempre estaba sucia o muy vieja. Recibía las ‘herencias’ de su hermano, que le quedaban demasiado justas. La camisa que ahora mismo Horacio lleva, perteneció a su padre. Viajes suyos que, por supuesto, costeaba su padre. Viéndolo bien, se dice Antonio, no es que sea un gordo, es que las carnes se le han aflojado.
¿No dices nada, Nino?
A Horacio le gusta ese diminutivo. A Antonio le suena falso, impostado. Apreciaría que dijera su nombre completo.
Antonio, tío, Antonio. Mi madre y mi hermana ¿están bien?
No te preocupes por ellas. No iban en el carro con él, gracias a Dios no les ha ocurrido nada, Nino.
Antonio sabe que es un caso perdido. Su tío es idiota o más inteligente de lo que parece. Tendrá que observarlo con atención, aunque no sea muy bueno observando.
Qué pasó.
Horacio se echa para atrás, acaba el vaso de cerveza. Quizá no le debería sorprender la actitud de ese joven apático, de reacciones tardías. Se seca la frente, pasa el pañuelo por los cachetes y el cuello, arrugados y manchados de tiempo como el papel viejo.
No se sabe. Trataron de robarlo después de que te dejó en El Dorado. Lo encontraron en el carro a unas cuadras del almacén con dos balas en el pecho, como si lo hubieran estado esperando. Es una desgracia, Nino, mi querido hermano, tu padre.
¿Sicarios?
Eso parece, sí, dice Horacio con un sobresalto.
Horacio tiene los ojos enrojecidos, recién Antonio lo nota. Y le parece raro. Es como si llevara mucho tiempo llorando y ahora la gelatina que compone sus ojos se hubiera comprimido. Intenta poner su mano grande y velluda en la mano de Antonio, pero él la esquiva y busca la taza de café.
¿Sabe quién o quiénes fueron?
Tu padre tenía enemigos, lo sabes. Un hombre como él…, dice Horacio dejando la frase en suspenso.
¿Agarraron a alguien?
No. No se sabe quién o quiénes fueron, Nino.
¿Alguna pista?
Tú sabes que hay deudas que no se olvidan. Tú sabes que la gente no está dispuesta a olvidar las deudas contraídas.
Cómo así. ¿De qué habla?
Tú sabes, Nino, tú sabes.
¿De cuando estuvo en el Ejército?
Sí.
De eso hace más de siete años.
La gente es rencorosa.
Se quedan en silencio. Lo que dice su tío es cierto. Antonio advierte que Horacio no acepta que lo hayan matado para robarlo. ¿Qué se llevaron? Su portafolio, el reloj de marca, algunos miles de pesos que llevaba en el bolsillo. Poca cosa. Lo difícil de entender es la coincidencia. ¿Por qué mataron a su padre el mismo día de su viaje? ¿Es una casualidad o una jugada del destino? Qué quiere decir con ‘dos balas en el pecho’. Qué quiere decir con ‘la gente es rencorosa’. Antonio recuerda las actividades de su padre en el Ejército antes de poner el almacén de telas. Entiende que, si fue una venganza, es un caso de la ley del ojo por ojo, su padre no era ningún santo. Y no porque se vistiera de traje y corbata, los ofendidos iban a olvidar las deudas pasadas. Al contrario, el deseo de cobrar se exacerba. Antonio no está seguro de que su padre lo tuviera merecido. Hay gente que merece que la ajusticien, y su padre, a pesar de sus actos, tal vez no. Había cambiado. Desde que le dieron de baja era otra persona. Si fue una venganza, Antonio tampoco haría nada para buscar y hacer enjuiciar a los culpables. No haría nada de nada. Dejaría que el tiempo y la desmemoria se hicieran cargo de todo.
Intenta imaginar los agujeros, la camisa ensangrentada, los ojos muertos de su padre. No puede. Quizá pudieron matarlo fácilmente porque estaba tomado. De haber estado sobrio, habría dado la batalla y llevado por delante al menos a uno de esos matones. Mantenía un arma disimulada debajo del asiento. Debieron ser al menos dos, uno no habría podido, aunque estuviera con tragos encima. Ayer en la mañana, desde que subió al carro y se acercó un poco a su padre, Antonio detectó que había bebido whisky. Habría hecho oídos sordos a la furia de su madre que se había quedado en la sala llena de rabia. Si alguien le preguntara, Antonio no podría afirmar que la despedida de su madre, precisamente por eso, no fue la más emotiva. Se limitó a decirle que siguiera ‘rigurosamente y paso a paso’, estas fueron las palabras que dijo, las ‘instrucciones’ de su padre.
Para mí es un golpe muy duro, Nino. No sé ahora qué vamos a hacer.
¿Vamos?, dice Antonio.
Sí.
Horacio se levanta con dificultad, saca unas cuantas liras, las deja sobre la mesa y pone el vaso encima.
¿No crees que deberías regresar de inmediato a Bogotá?, dice sin apartarse de la mesita.
¿Por qué habría de hacerlo?
Tu madre y tu hermana están solas, te necesitan. Y bueno, Sofía está embarazada, ¿no? ¡Esto es muy difícil para ellas! Me parece que deberías acompañarlas. Allá las cosas están feas. Al menos deberías considerarlo.
No, no me necesitan.
Tienes el corazón duro, muchacho, murmura para sí. Antonio no contesta, está concentrado en sus pensamientos. Horacio agrega: Si es por el negocio, lo puedo hacer solo, no hay problema. Apenas se haga, envío la carga.
No me necesitan, repite Antonio. Nos encargamos del negocio los dos, tío.
Aunque quisiera, Antonio no puede volver a Bogotá de inmediato. Y aunque quisiera, no puede soltar ni una lágrima. Quizá Horacio esté en lo cierto y él tiene el corazón duro. Pero está tan lejos de casa que no puede hacer nada, y tomar un vuelo que lo lleve a Bogotá no tiene sentido. Vino a Palermo por encargo de sus padres, después de planear el viaje y lo del negocio por más de tres meses. Debe esperar unos días a que llegue a puerto un buque que viene de Turquía y hacer el negocio que reportará en Bogotá más del mil por ciento. De echar por tierra el mandato de sus padres, los bancos y otros acreedores se adueñarán del almacén. No puede permitirlo. Eso quedó claro cada vez que se habló del viaje. Es más, Antonio no pidió venir, fue idea de su madre, pues, la verdad sea dicha, por las deudas ‒en realidad una investigación judicial de la que jamás se hablaba en la casa‒, su padre ahora tenía prohibido salir del país. Eso lo sabe él, lo sabe su madre y lo sabe Horacio. ¿Y su hermana? No, ella no lo sabe. Para ella su padre es un héroe de Colombia, un héroe al que adora. Un héroe que recibe buenas mesadas del gobierno de las que ella cómodamente participa.
Suben en un viejo Lancia blanco de dos puertas. El interior está sucio de papeles, latas de cerveza y de Coca-cola y huele rancio por las colillas de cigarrillo y por algún alimento estropeado. Horacio busca la avenida Aeroporto Falcone e Borselino y empalma con la Austostrada Palermo – Mazara del Vallo, y después de casi una hora a paso lento por la costera, entra en la ciudad. En seguida, toma la Plaza Albert Einstein, en el round point gira a la izquierda, se pierde por callecitas sin gracia, y entra en la sucia y bulliciosa Vía Casalini.
Final del capítulo 4.