Serenidad: aceleración y velocidad

Autor: Germán Gaviria Álvarez
País: Colombia
Año: 2025 
Palabras: 5.066
Idioma: Español
Género: Ensayo
Subgénero: Ensayo literario
Temas: serenidad | aceleración | velocidad | moda | marketing | publicidad

Ideas generadoras del ensayo: Comencé a escribir este ensayo hacia finales de mayo pasado como una reflexión acerca de la vida cotidiana, su aceleración y su velocidad. Pensé también en dar una respuesta a la incapacidad de las personas de vivir la vida por fuera de las demandas de la moda, del marketing y de la publicidad, no importa si uno está caminando en la calle, contemplando algún paisaje o si está en su casa convaleciente por una enfermedad o situación médica: ningún escenario está exento. Esta triada, ubicua y totalitaria en todo el sentido brutal de su significado que, poco a poco y de manera incontestable inficiona la vida cotidiana es a tal punto avasalladora, que ya nadie puede librarse de ella. La aberrante intromisión de la publicidad en todos los ámbitos de la existencia me provocó tal repugnancia una mañana de domingo mientras buscaba en el celular música de mi gusto –no del que pretende imponer la propaganda–, que sentí  mareo y deseos de vomitar. No existe, en los dispositivos digitales que hoy usamos, absolutamente ningún nano segundo por el que toque pagar y pagar, así sea un centavo, y cada centavo cuenta, por productos de obsolescencia casi inmediata (como lo de Temu). Tampoco existe, en nuestra vida cotidiana, ningún espacio que no esté dominado por la moda, el marketing y la publicidad. Si bien el deseo físico de vomitar esa mañana de domingo, mientras mi mujer ponía la mesa del desayuno y la copa del árbol frente al apartamento se mecía suavemente bajo el vuelo de las golondrinas, como una cosa siempre lleva a otra, pensé en un cuento que escribí en 2011 y reescribí en 2023: “Abstracción perpetua”, https://germangaviriaalvarez.com/test/abstraccion-perpetua. Pero también fui más atrás, a mi adolescencia, cuando pretendí practicar budismo zen en busca también de la serenidad.

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Serenidad: aceleración y velocidad

 

 

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Pocas veces a lo largo de mi existencia he experimentado serenidad. He vivido épocas de quietud, sosiego, tranquilidad y plenitud, y, en general, mi vida ha estado llena de altibajos emocionales y de momentos que han determinado el curso de eventos decisivos, así como el de los comunes y banales. Desde los sentimientos de soledad y abandono más hondos y prolongados, de tristeza e incomprensión, inquietud, desazón y confusión, hasta de felicidad, euforia y exultación, excitación, satisfacción, calma y cierta paz interior que me han llevado a la impasibilidad, al reposo y a la placidez, pero pocas veces, he experimentado plenamente la serenidad por un periodo más o menos largo. ¿Por qué? ¿Qué es la serenidad? ¿Por qué desde mi adolescencia y en diversas épocas he pensado en ella? La serenidad, al ser un concepto presente en todos los modelos publicitarios de penetración social desde su reelaboración cultural en la era de la psicodelia (décadas 1950-1970) hasta nuestros días, ¿debemos hacer seguir la corriente, buscarla y adquirirla a como dé lugar, vivirla de manera colectiva en los cada vez más extendidos paraísos habitacionales, vacacionales y recreativos, deportivos y curativos? La moda, el marketing y la publicidad, al cooptarla como bien colectivo, han convertido a la serenidad, así como la salud, el placer, la tranquilidad y la armonía diaria, el reposo y la vida cotidiana, en meros productos de consumo habitual; es decir, en objetos monetizados que, como un par de zapatos o la vacación anual, se compran, se usan y se renuevan de acuerdo con una periodicidad. 

Por otro lado, si damos por descontado que la serenidad colectiva en sí misma es buena e incluso puede ser un objetivo vital, ¿la serenidad personal es deseable? Para Nietzsche, la serenidad sí es deseable, pues sólo mediante el control absoluto de las emociones se llega a la ataraxia aristotélica y de allí a la voluntad de poder. Lo anterior está en línea perfecta con Freud, que no la considera deseable, pues al tratarse de una tensión constante e inevitable entre los impulsos inconscientes (el ello) y las exigencias de la realidad (superyó), la persona vive en una realidad inquieta que no cesa en ningún momento de la vida. Desde el punto de vista de Freud, la vida está sometida a las demandas que impelen a la persona, sí o sí, a una voluntad de poder, la que sea, siendo la principal el poder de sobrevivencia en función de la competencia para la continuidad de la existencia individual y social. Pero esta sobrevivencia, que en un principio fue primaria desde tiempos prehistóricos hasta el final de la Edad media, luego se desplazó hacia el desarrollo individual y social desde el Renacimiento hasta la Segunda guerra mundial, y ésta, a su vez, se ha venido transformando en consumo colectivo o globalizado desde la Segunda gran guerra hasta hoy. El asunto es que no alcanzar un poder absoluto sobre las emociones nos arroja a la inestabilidad y a la frustración personal, dice Freud. Estados emocionales que, sin embargo, deben ser superados mediante el ejercicio de la voluntad de poder. Sin embargo, no todos tenemos la suficiente fortaleza, inteligencia, sentido común y autoconocimiento para lograrlo. Sin embargo, esta dinámica constante a lo largo de la vida, da sentido a la existencia, pues la persona, frustrada o no, acaba elaborando un relato verdadero y exclusivo para sí misma, y, al final de la vida, esa verdad íntima, positiva o negativa, resignada o nostálgica es lo único que le queda. La capacidad para elaborar el relato individual de una vida, no con la lógica colectiva o del entorno, sino con una lógica interna propia, aquella que da un valor a la existencia humana, es lo que la moda, el marketing y la publicidad están diluyendo en la nueva colectividad global o hiperconectada con los omnipresentes dispositivos digitales. 

Entonces, ¿la serenidad individual así como la tristeza, la tranquilidad y la felicidad, forma parte del devenir de la vida que día a día es competitiva, cambiante, dinámica y nunca se detiene? En realidad, ¿continuamos en el mundo darwiniano del más fuerte en el que la lucha por la sobrevivencia es una ley? Parece que sí, y, en este caso, la serenidad individual es imposible. Y si usamos un ejemplo de la física clásica: ¿la serenidad al igual que la felicidad, la tranquilidad, la tristeza y la armonía, sólo tiene lugar en algunos momentos de la vida y la constante, a fin de cuentas, sería un péndulo que poco a poco desacelera, pierde velocidad y finalmente se detiene con la muerte? ¿Y dicho péndulo sólo se ralentiza o tiende a estabilizarse a medida que maduramos y envejecemos y, en teoría, somos más capaces de ser felices y de afrontar las adversidades, es decir, de ser ‘más sabios’ y alcanzar la serenidad’? Parece ser que la serenidad, como la felicidad y la harmonía, es una sumatoria de logros grandes y pequeños en todos los órdenes de la vida, desde los materiales hasta los emocionales y espirituales, pero sólo después de haber vivido experiencias tales que ya no se anhela la felicidad y tampoco hay rastro alguno de nostalgia por la vida, pues hemos movido y ajustado todo de manera tal, que alcanzamos cierta harmonía. También parece ser que cuando somos dueños de cierta felicidad, y nos hemos despojado de todo apetito material (ansia de poder, posesión de bienes, de conocimientos librescos, satisfacción de placeres mundanos), de toda culpa y/o goce del otro: amigo(a), amante, pareja, hijo(a) hermano(a), otros allegados, y de toda inquietud espiritual (ideológica, religiosa), sólo estamos frente a nosotros mismos y queda solamente el apego a la vida desnuda y su nostalgia, que son la más tenaces de las posesiones que tenemos. Y yendo más allá, si tenemos la fortuna de entrar en un estado de serenidad, aún nos resta, paradójicamente, una posesión mayor. Si bien la serenidad tiene lugar cuando existe un equilibrio dinámico entre la interioridad y el cuerpo material, también somos propietarios de nuestro cuerpo, y ya lo externo como deseo deja para siempre de importar. A la serenidad se llega entonces cuando hemos alcanzado (no necesariamente con la edad, aunque es lo más común) la madurez emocional e intelectual e incluso, cuando todo anhelo de poder (poseer vida, amor, nostalgia de estar ahí) ha desaparecido. 

Un estado así sumamente deseable es al que quisiéramos llegar al final de la vida, cuando ya ésta está en su fase final y no tiene sentido prolongarla siquiera con medios artificiales químicos y mecánicos (medicamentos, tubos, inyecciones, etcétera). Si hay desapego del cuerpo y del alma, también hay desapego del miedo a la muerte, que es nuestra posesión última y la más preciada el último suspiro. Si hay serenidad, la persona entra en la muerte de manera generosa y tiene, de manera exclusiva, serenamente, la comprensión de su final, el único posible, pues todas las muertes naturales, aunque puedan ser iguales entre sí, para cada persona ha de tener un significado único, diferente, enigmático e inescrutable. La adivinación del enigma, nos dice Heidegger, debe experimentar más bien que el enigma no puede aclararse. Y aún más, digo yo, el enigma sí y sólo sí se aclara en el momento sereno de entrar en la muerte. 

El mundo contemporáneo desde el Renacimiento, la era de los descubrimientos y los primeros años de la era de la industrialización, hasta hoy, ha sido planteado en términos de aceleración. La aceleración desconoce la serenidad; es más, la desprecia. Si la velocidad es un vector y va en alguna dirección, la serenidad es un punto de dicha dirección que es todos los puntos sobre una hoja de papel en blanco que en el espacio se curva. La metáfora inmediata es la del lago infinito y en calma cuya superficie permanece inalterada aunque un mosquito se pose en su superficie. La aceleración a su vez, gracias a las técnicas humanas para aumentar su cantidad cada día más más alto, más rápido, más lejos, ad Astra, ha prolongado la expectativa de vida, y, paradójicamente, han banalizado la muerte individual convirtiéndola en la última instancia en la que no es posible la serenidad: siempre habrá algo debimos hacer, pero la vida no nos alcanzó para ello. Es decir, hay descontento y frustración. Pero, ¿sólo al final de la vida individual es posible la serenidad? No, claro que no. La serenidad se logra, como dije atrás, cuando la felicidad, alcanzada o no, la plenitud, la calma y la harmonía, las culpas y todos los sentimientos negativos incluida la nostalgia ya no importan y la interioridad es allanada por la generosidad.

A propósito del lago imposible mencionado arriba, ¿la serenidad es privativa del humano? El árbol y los arbustos y las flores que dejan sus ramas al movimiento del viento tibio que veo desde mi silla en el estudio, ¿son serenos? No, pero puedo encontrar serenidad si lo deseo. Y las ardillas que merodean por el tronco y los azulejos y las golondrinas que todos los días ondean en bandada y trinan sobre la copa del árbol, ¿son serenas? Tampoco, pero puedo buscar serenidad y sentir el leve aleteo de la vida. En el mundo vegetal, como en el animal, la lucha por la vida es tan violenta como entre los humanos y dista mucho de ser serena. Y aquellas montañas que emiten su sonido casi inaudible y milenario que escucho cuando estoy en calma, ¿son serenas? Por supuesto, si lo considero a escala humana. ¿Y una piedrecita? Claro. Una piedrecita, al ser la síntesis del futuro que seremos, es el epítome de la insensibilidad, y su significado intrínseco es tan inquietante como sereno. La serenidad es un concepto que, curiosamente, fue creado durante del Renacimiento (Ca. 1335), proviene del latín y describe un acontecer del mundo natural, no del humano, pero, como tantos otros vocablos, ha devenido en tropo que también se aplica a lo humano: Serenus: [ámbito] puro, sin nubes: tranquilo, apacible: una persona que no se altera con nada es una persona serena, diferente de una persona flemática, que es cachazuda o morronga, lenta y de acciones retardadas. Es fácil evocar una imagen para observar el divorcio entre el mundo natural y lo humano que planteaba líneas arriba: la imagen bucólica de, por ejemplo, un lago con bosque y montañas nevadas en donde todo está en calma bajo un cielo despejado y a duras penas tocado por el viento. Allí no hay aceleración alguna, predomina una suerte de quietud que sí y sólo sí, sólo puedo sentir y apreciar si disminuyo mi aceleración. Tal quietud no es inerte. Es el fluir de la vida carente de aceleración, pero con una magnitud constante: la velocidad. La vida natural a pesar de su violencia constante y competitiva, como la serenidad, no conoce la aceleración ni la conocerá jamás. La aceleración en nuestra sociedad es una cantidad vectorial la esfera laboral (producción) que tiende hacia el infinito. Los animales en general, así como los árboles, los arbustos y las plantas e incluso las montañas, al ser ajenos al consumo humano, si bien nacen dentro del ciclo por la supervivencia biológica, carecen del apetito voraz de la aceleración, son dueños absolutos de su propio vector de velocidad; velocidad que, por razones obvias, no varía. La vida en la naturaleza, dadora de su muerte y de su renacer, desde hace milenios y en perpetuum mobile a una velocidad propia y constante, es la única que se empareja con la serenidad.

 

2 

En retrospectiva, como cualquier persona, he pasado por infinidad de estados emocionales y sentimentales que le han dado bastante sazón a mis días, pero, ¿por qué pocas, muy pocas veces he sentido serenidad? Quizá el recuerdo más lejano sea el de una noche muy tranquila, cuando tenía 16 o 17 años y estaba en un grupo de karate do del colegio en el que unos pocos amigos empezamos a practicar con toda la seriedad de que éramos capaces el budismo zen. Vivía en la casa de mi madre y en los dos últimos años había estado practicando una de esas técnicas de desprendimiento del alma. Un alma atormentada por la carencia de cosas materiales, la abundancia de sentimientos contradictorios y de pensamientos que anhelaban tener vida propia. El alma debía volar hacia regiones astrales cercanas al mundo en el que todo dolor físico, toda ansia y todo deseo de posesión, todo culpa y toda desesperanza debían anularse y detener la dolorosa rueda de la vida y así lograr el nirvana. Acostado en mi cama, completamente estirado, relajado y concentrado en mi mantra personal, mi alma poco a poco se acallaba y sosegaba. Estaba sordo a los sonidos exteriores, inmune al frío y el cuerpo completamente relajado sereno, se diría, tanto como no lo había estado nunca. En un momento dado sentí que mi alma empezaba a dejar atrás la materialidad de la vida biológica, carnal y palpitante, y entraba en una región oscura, inmaterial, armoniosa y desconocida. Todo duró unos segundos, no sé cuántos, y pronto, por alguna razón un ruido, la incapacidad de mantener la concentración debida, alguna ráfaga de frío, pues estaba sobre las cobijas, todo acabó y me quedé ahí, agotado por el esfuerzo, pero lleno de cierta felicidad por haber alcanzado algo excepcional, y esperé volver a tener la fuerza interior para empezar de nuevo. Aunque lo intenté muchísimas veces, no lo logré y jamás algo igual ni alcancé ningún nirvana, por mucho que lo practiqué hasta los 21 años, cuando abandoné todo aquello y adopté definitivamente lo que me sentía más cómodo, el sistema de pensamiento occidental. Es seguro que, si bien, como es obvio no alcancé ningún nirvana ni nada parecido, por aquellos días de reconcentración, estudio y práctica diaria de la meditación, haya tenido momentos de serenidad. Pero en el fondo de mí, lo sabía, no había serenidad y sí más bien había mucha sugestión, mucho querer sentir lo que había leído en los libros y/o hablado con mis compañeros de juego, porque lo del budismo zen era un juego que practicaba ingenuamente por necesidad, porque en mi entorno no tenía a ningún otro lugar hacia dónde mirar. Cuando tenía 16 años mi padre había fallecido y aunque durante el primer año me lo tomé con calma a lo mejor con demasiada calma, luego el impacto fue tan violento que se volvió casi intolerable. ¿Fue serenidad lo que experimenté aquellas noches de intento de desprendimiento del alma para elevarla a unas alturas inenarrables? Claro que no. Ignorar emociones y sentimientos desgarradores como la muerte de mi padre durante cortos y pasajeros periodos de tiempo en los que incluso, luego de experimentarlo, me sentía exultante por el logro, no es serenidad. Es una distracción, un juego, pequeñas catarsis, nada más. La verdad es que, aunque yo creía que el budismo zen y sus dogmas eran lo mío y colmaban mi vida cotidiana, no me había transformado por dentro. Podría echarle la culpa a que no tenía un maestro adecuado o a que no había leído de manera correcta los libros de los que me servía, a que algo fallaba durante la meditación, a mi inmadurez e ingenuidad, o a que no nací y no me crie dentro de la cultura oriental y, por tanto, carecía de la estructura interna indispensable; es decir, podría ser casi a cualquier cosa. La verdad, es que simplemente había algo dentro de mí que jamás me dejaba en paz y era mi vida personal, que consideraba demasiado exigente para mis fuerzas y por ello desastrosa, y mi nuevo dogma (el budismo zen) no me llenaba, no lo suficiente como para transformarlo todo hasta alcanzar cierta calma en mi vida cotidiana, y cierta serenidad. De ahí que, siete años después de haber empezado con la práctica, lo haya abandonado de un momento a otro, así como renuncié al karate do y a mis amigos, y me dirigí hacia el pensamiento y las formas de ser y de hacer occidentales. Después de todo, ¿no había nacido y criado en occidente, más precisamente, en Suramérica? Desde entonces, a pesar de tenerla en mente, ¿he encontrado serenidad por otros medios? Tampoco. Ni siquiera me preocupaba buscar a fondo serenidad alguna; al contrario, sin ser consciente de ello, había entrado en un juego distinto: el de la aceleración; es decir, en el juego de la competitividad impulsada por la moda, el marketing y la publicidad. Creo que pocas veces y en momentos íntimos muy especiales he vislumbrado la serenidad. Pero mi carácter y mis deseos profundos (que son muy contradictorios) no han dejado ni dejan que se instale, o que llegue y me toque y permanezca durante un periodo indefinido. Ahora pensando, no la he buscado a propósito, la serenidad sólo ha llegado de manera inopinada en algunos momentos de mi vida, como cuando, para dar ejemplos, me abandono a la escritura de algunos textos, cuando estoy frente a un paisaje ideal o si escucho la música que me gusta, cuando estoy con mi mujer un día cualquiera y todo fluye naturalmente, o cuando en la universidad hablaba con los estudiantes de algún tema apasionante y me dejaba ir. La serenidad no se busca como una receta ni es un objetivo que se logre mediante alguna práctica. Ni siquiera todos los llamados maestros del budismo zen siempre alcanzan el nirvana; sólo un puñado logra hacerlo. En el mundo de la vida colectiva, el nirvana es una ficción de la misma naturaleza que detener el samsara, estar en el paraíso con Dios o con 11.000 vírgenes (¡!): forma parte la trillada parrilla del misterio religioso que el marketing promociona para intenta dotar de otra dimensión (espiritual) la ordinaria vida cotidiana. La serenidad llega a la persona por una larga sucesión de eventos que confluyen en un momento dado, entra en la persona y la transforma. Pero, ¿cómo puede suceder? 

 

3

Para dejar entrar la serenidad se necesita sentido común, más que tesón, inteligencia, buena voluntad, disciplina o entusiasmo para ganar un lugar tras una dura competencia material y/o emocional. Ni siquiera es el control de las emociones de estirpe budista ni el equilibrio entre la vida racional y la vida emotiva o irracional (ataraxia), como se ha concebido desde el periodo clásico griego, lo que conduce a la serenidad. La capacidad de estar sereno en medio de la aceleración con que vivimos los cambios de la vida, como dice Montaigne, y estar sereno frente a tales cambios, tiene como fruto la sabiduría. Una sabiduría que, a finales del xvi era de los grandes descubrimientos, de aumento de la aceleración en todos los órdenes de la vida, se meditaba frente a paisajes bucólicos que se transformaban ante los ojos del observador. La búsqueda del equilibrio interior mediante el control de las emociones no tiene lugar sólo cuando racionalizo mi vida emocional, ni cuando acepto con calma las adversidades o las complejas circunstancias de la vida cotidiana. Eso era algo que tenía lugar antes de la Revolución industrial, cuando la vida no se vivía en función de la producción, sino que se aceptaba como venía, pues estaba atada a un destino cuya marcación del tiempo era mediante las fases lunares y solares. La noción de destino (https://germangaviriaalvarez.com/test/azar-destino-y-deseo/: “Azar, destino y deseo”) de la Grecia clásica se profundizó con la llegada de los conceptos de producción, bienestar y marcación racional, matematizada o monetizada del tiempo: tuvo lugar una gran aceleración y el ritmo de vida cotidiano se elevó hasta colmar cada minuto del día. La expresión ‘el tiempo es oro’ de 1719 y popularizada por B. Franklin en Consejos para un joven comerciante en 1748, se refiere a que cada minuto debe aprovecharse para monetizar el día laboral. Hoy se refiere a cada segundo, a cada microsegundo, a cada nano segundo día, pues el día laboral, teóricamente de 8 h, ya es de 24, pues la frontera entre el descanso de la persona en este primer cuarto del siglo xxi está siendo borrado no solo por las máquinas que no descansan, sino por la autogestión y el auto rendimiento personal. No es ninguna casualidad que con el nacimiento de la Revolución industrial desde la primera mitad del siglo xviii se haya desarrollado casi completamente el arte de la relojería (horlogerie) y los relojes se hayan popularizado como artículos de lujo: ser dueño de un reloj, desde entonces, ha significado ser dueño del tiempo. Nunca como ahora en toda su historia, la humanidad había dependido tanto de la matematización y de la marcación, cada vez más precisa, del tiempo. No es que la velocidad del tiempo haya aumentado, es un imposible físico. La única constante en el universo es la velocidad de la luz y opera tanto a escala cósmica como a escala cuántica y humana. Durante millones de años el tiempo ha sido una magnitud de la velocidad, y a su vez ha sido, es y será es una constante. También es un vector que, hasta donde sabemos, sólo se desplaza hacia adelante, no hacia atrás ni hacia ninguna otra parte. Lo que ha variado es la aceleración. Desde el final de la Edad media, con el desarrollo de los medios de transporte, y durante los siglos xvi – xvii, con el aumento en volumen de producción de bienes y servicios y la implementación de mecanismos para medir el tiempo que desde entonces se asoció y para siempre al concepto de matematización y rendimiento, la vida cotidiana se organizó de otra manera. Las lámparas de petróleo o de aceite invadieron también la oscuridad que antaño estaba destinada al descanso, al ocio, a la comunidad y a la vida familiar. Si antes se trabajaba sólo con la luz solar, con las nuevas técnicas el día dejó de ser medido con relojes análogos que daban una hora más o menos aproximada (nomon, clepsidras, relojes de arena, los péndulos, etcétera); lo mismo sucedió con la medición de las semanas, los meses y los años, que pasaron de una aceleración más o menos constante, no matematizada, a una aceleración ininterrumpida y más precisamente cuantificada. Es evidente que la aceleración que vivimos hoy no tiene nada que ver con la del mundo de los románticos, de Montaigne, ni mucho menos con la del mundo de Pericles o la del hombre del neolítico. Ya no vamos caminando al trabajo ni al mercado, ni se va, por ejemplo, de Bogotá a Madrid en carabela como durante la Conquista (duraba de 3 a 4 meses), usamos un avión que tarda en promedio 9 horas. Como tampoco en virtud del aumento significativo de la calidad y de la expectativa de vida, cada vez menos, nos casamos y vivimos con una única persona por el resto de nuestra vida; al contrario, cada vez es más frecuente que una sola persona tenga muchas parejas a lo largo de su existencia, tantas, que he sabido de casos de hombres que no tienen idea de con cuántas mujeres se han relacionado de manera íntima. Nuestra vida se ha convertido en tal mecanismo de producción que, mientras más vivimos más aceleramos el diario vivir y aceleramos nuestra existencia. Y entonces decimos: ¡Dios mío! ¡Qué horror! ¡Cómo pasa el tiempo de rápido! ¡Este año ha pasado volando! Y pasa raudo y veloz porque nosotros mismos aceleramos incluso la ingesta de lo que vamos a comer o la vacación que tenemos con quienes amamos: tal vacación debe vivirse con intensidad para sentir que, lo que pagamos, valió la pena. Es igual al lema que he escuchado en diversas ocasiones a propósito de las vacaciones y del tiempo de ocio: ‘¡uno no va a dormir en dólares!’. El tiempo de ocio; es decir el tiempo para sí mismo, más allá del vivir rápido y morir pronto, está monetizado. No nos detenemos a pensar porque no queremos hacerlo, nos abruma. Disminuir la aceleración es cuanto menos escuchar al otro o escucharnos a nosotros mismos y tampoco estamos dispuestos a hacerlo. ¿Y escuchar y sentir la naturaleza? ¿Para qué? Eso es ser tontos y complicarnos la vida, y la vida es muy corta para detenerse en minucias. Pero desacelerar también es intentar salir del ciclo colectivo de la moda, el marketing y la publicidad y emparejar la velocidad nuestra vital con la de la vida natural. 

El lema norteamericano para los superstars “vive rápido y muere pronto”, se aplica hoya cualquier persona. Lo que hasta hace apenas 70 u 80 años era una experiencia límite exclusiva de una élite artística, religiosa e intelectual, se volvió una experiencia de masas. No existe ninguna diferencia entre la experiencia de Artuad en México y la de las personas de todas la edades hoy inmersas en las pantallas digitales. Una experiencia espiritual exclusiva de una persona, es música, y cuando se convierte en experiencia colectiva, es estrépito, dice Agamben. El universo de la producción de bienes y servicios se corresponde con el mundo no-natural (la ciudad, la industria, las corporaciones, los centros vacacionales), y ha elevado su aceleración de manera tan antinatural y avasalladora que parece haber derrotado, en el campo de batalla por la vida natural, el valor de la vida misma.

¿Quiero decir con esto que la gente anterior a la Revolución industrial en Occidente, que aceptaba con calma la vida y, sobre todo la muerte como vinieren, tenía un mejor equilibro interior, y acaso serenidad, como quiere monsieur Montaigne? Es probable, sobre todo si se piensa que si bien hasta antes de la Revolución industrial las guerras continuas, los abusos incesantes de la iglesia, de los señores y de los bandidos, eran hechos de la vida diaria que debían aceptarse tal cual (de à vendre tel quel!) porque siempre hasta donde la memoria principalmente oral alcanzaba había sido así. Pero, aceptar la vida como viniere, abandonarse a la resignación y al conformismo, ¿proporcionan serenidad? No. ¿Y la templanza? La templanza entendida como el control de emociones como la ira, la envidia y la avaricia, el desánimo, la abulia, el exceso de entusiasmo; la codicia de bienes o riquezas y por seres carnales que poseer, así como la calma frente a las adversidades; el fracaso, la sensación de haber desperdiciado oportunidades o la vida entera, cometer errores irreparables o el fallecimiento de los seres amados y arribar a la propia muerte, ¿tales templanzas conducen a la serenidad? Tampoco. Es simplemente endurecimiento del carácter que está asociado al ámbito varonil, como quería Platón. Todavía en la sociedad contemporánea una mujer inteligente, determinada o de carácter, es una mujer ‘macha’, ‘con pantalones’, ‘templada’ con templanza varonil. W. Benjamin, pretendía que alcanzáramos la serenidad comprometidos con la perspectiva histórica, según la cual, debíamos considerar los eventos pasados, presentes y futuros, y, de estos últimos, lograr una esperanza redentora. Con el perdón de mi muy querido Walter, tampoco. Ninguna postura intelectual, como ninguna postura religiosa o ideológica conduce a la serenidad: toda postura es una necesidad de poder. 

 

4

Según hemos visto, la serenidad, al ser un concepto inventado, es apenas un descriptor de un estado ideal, ‘limpio, sin nubes’, y como tal, sólo es un tropo, la serenidad material no existe en el hombre ni en la naturaleza, llega a nuestro interior tras un largo tránsito por la vida. ¿Qué ser humano está exento de codicia por la comida, por el agua para calmar la sed, por una persona a quien desea emocional, sentimental y/o corporalmente, por posesiones materiales o simplemente por ser respetado o al menos tenido en cuenta así sea en la escala más baja? ¿Quién no codicia la vida así haya poco placer? Ahora bien, según pregunté arriba y respondí con Nietzsche y Freud, ¿es deseable la serenidad? Desde hace menos de un milenio, en la sociedad ha aumentado ostensiblemente la aceleración, pues la velocidad es una constante. ¿A qué me refiero? Si en física la aceleración describe la variación de la velocidad a lo largo del tiempo, la velocidad describe la rapidez y la dirección hacia donde un objeto se dirige. Si bien pueden entenderse estos dos conceptos como metáforas del mundo contemporáneo, en el que la aceleración hace que la historia tenga momentos, como en las revoluciones, que parecen acelerar sus procesos, como ocurrió con las revoluciones americanas y europeas, y luego siguieron periodos de relativa calma en los que la aceleración de la historia siguió su curso más o menos ‘normal o predecible’ (estos conceptos son de Marx), también pueden interpretarse como que las guerras y los tiempos de paz no es que impulsen cambios globales sino que son componentes intrínsecos de la aceleración de la vida contemporánea y la aceleración no sería un problema de percepción. La prueba es que durante el siglo xx, estadísticamente, hubo globalmente menos cantidad de guerras que los siglos anteriores. Pero no nos salgamos del tema.

¿Buscar la serenidad es entonces una sofisticación del mundo moderno, un concepto fabricado para hacer contrapeso a la aceleración que desde hace un milenio está sometida la vida humana? Arriba dije que la serenidad, al ser el punto máximo de equilibrio interior de una persona, podía equiparase a la serenidad de la vida natural, cuya única razón de ser es la de su propia existencia, nada más. Desde Aristóteles y los epicureístas, hasta aquellos jefes del marketing que desde hará más 60 años se han apropiado y manipulado a su antojo los cuatro preceptos del budismo zen (no dualidad entre yo y el universo; no apego a lo material ni a lo inmaterial; aceptación de la vida tal cual es; autoconciencia e introspección para conocerse a sí mismo), la serenidad es un fin colectivo que se puede obtener en cualquier momento de la vida, no un estado al que se llega después de un largo tránsito hacia la madurez. La plenitud, la calma, la tranquilidad, la paz interior, la ataraxia e incluso la apatía o la indiferencia tienen que ver con el cumplimiento de pequeños y de grandes logros que han conducido a la abundancia y la generosidad de la existencia y producen satisfacción, alegría, harmonía y felicidad. Pero, por mucha satisfacción, alegría, harmonía y felicidad que alguien sienta, no necesariamente tendrá serenidad en la edad madura. Pues estas cuatro potencias satisfacción, alegría, harmonía y felicidad están relacionadas con la voluntad de poder (otra vez Nietzsche, Freud) y todo poder, por grande que sea, nada puede ante la serenidad. Sólo la serenidad es capaz de igualarse con la velocidad del mundo natural y emparejarse con ella.  



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