Memoria 11
Ridículo 2. Idea para una situación ridícula. Lloviznaba al salir de la universidad. Di buenas zancadas para llegar a la estación Universidades. Por fortuna, a esa hora de la noche, las 9 pasadas, la estación no estaba llena ni vacía. Pocas personas enfrente de la puerta. Esta vez era uno de esos buses nuevos, con asiento a los laterales. Los tres únicos asientos vacíos. A mi lado se sentó una mujer caderona de muslos gruesos, a la que no pude verle la cara. Por su voz y las manos, deduje que debía ser bastante joven. También supuse que debía tener los pechos medianos. El pelo, bastante largo, castaño, grasoso, con tintura rubia bastante clara de la mitad hacia abajo, creo que es una moda. Se había puesto de medio lado para estar cerca del novio, de modo que yo no podía verle la cara. No vi ninguna argolla de matrimonio en sus dedos. Pero eso tampoco significa mucho. Cuando se movía, unas hebras de su pelo caían en mi hombro, por momentos me rozaban la mejilla. Comencé a exasperarme de asco. Me fijé en la calidad de su ropa, siempre lo hago. Llevaba un pantalón negro, ordinario, y unas botas negras, toscas, con taches metálicos, raspadas, torcidas hacia dentro. Me fastidié al pensar que sus pies debían sudar entre esas botas, rezumar pecueca. El novio, al que tampoco podía ver porque no sólo estaba al otro lado sino porque el volumen de la mujer lo ocultaba por completo, cogía aquellas manos hermosas de la mujer. Unas manos blanquísimas, de dedos lagos, finos. Infortunadamente, con las uñas muy largas, sin pintar, roídas en las puntas. En su interior, muy sucias. El hombre deslizaba sus dedos leñosos de uñas manicuradas, piel morena, por la muñeca de la mano de ella. Alzaba esa mano, parecía que la besaba. Todo con delicadeza. Cada vez, la mujer se ponía más de medio lado. Sacaba su gran cadera. El pelo caía hacia el hombre liberándome del cosquilleo. Se cuchicheaban; hipaban; reían. El perfume dulce, intenso, empalagoso, ridículo. Me sentía enano al lado de esa ridícula. Estaban en la cama. Por las manos del novio, no debía ser más alto ni más robusto que ella, aunque yo podía estar equivocado. Al quitarse las bragas, desparramando sus carnes, abandonó la última atalaya sobre el estrecho terreno de la cama. Una cama que forzosamente les quedaba pequeña. Y ante el gusto por grandes alardes gimnásticos de ella, insuficiente, con límites, la cama se achicaba. El miembro de él se perdía, hurgaba entre aquellas carnes abundantes, blanquísimas, fofas. Sus pechos enormes, liberados del sostén, caían con sus pezones fucsia, grandes como rosas, hacia los bordes de la colchoneta. El tipo medio moreno estaba encima de ella, que tenía los brazos extendidos en cruz. Con cada mano, el tipo trataba de coger aquellos pezones enormes. Al tiempo, intentaba penetrarla por donde fuera. Cuando hacían el perrito, él de pie encima de la cama, la penetraba con su enorme polla (me gusta el sonido de la palabra ‘polla’, no verga ni pene, instrumento, pipí, muñeco, etcétera, palabras que debía usar), morena, bulbosa y deforme como la de Príapo, la cama se desbarató estruendosamente. Ambos estallaron al unísono, en violentos y ridiculísimos gemidos de placer. La mujer sudaba abundantemente por el orgasmo, el colchón rezumaba sus efluvios. La mujer estaba ridículamente sonrosada, con los labios ridículamente enrojecidos, entreabiertos, con la narizota y los ojos contra aquella sucia y ridícula sábana de motel barato (¿dónde más iban a estar?), sintiendo en su enorme y ridícula vulva empalagosamente perfumada la deformidad abultada de la polla de aquel diosecito que, ahora veo, lleva botas industriales muy sucias.
Toda vestimenta es ridícula.
Es ridículo que me esté desplazando hacia el apartamento, entrada la noche, en un bus. Es ridículo que al menos cuatro de cinco personas vayan inclinadas sobre sus teléfonos de ingeniería avanzada. Una máquina no puede ser ‘inteligente’, la inteligencia es un atributo humano. Es ridículo que por momentos miren hacia afuera para captar los puntos de referencia y calcular cuánto falta para llegar a su destino. Es igualmente ridículo, de un ridículo que no provoca ninguna risa, que imagine a la mujer a mi lado teniendo sexo, en una escena rabelesca, ridícula antes que grotesca, en vez de pensar en otra cosa. Pero ¿en quién no sería ridículo pensar a esta hora de la noche? En Foucault, por ejemplo, en el gran pensador, antes que en una parejita ridícula. Pero me parecen inmensamente ridículas la calva y las gafas y las manos de ese Foucault. Su apabullante sonrisa de absoluta, de ridícula superioridad. Su ridículo suéter de cuello tortuga. Es ridícula esa boca ancha, con los labios echados para adelante, como si con cada vocal llamase a su novio. El ridículo poderío de su cráneo ridículo que alberga un cerebrito genial. Su ridícula desenvoltura, y su ridícula dicción del francés, que manejaba con precisión.
Son ridículos los paraguas. La jovencita con camiseta ombliguera, el ombligo helado (hace un frío de los diablos) y achatado y hundido. Ridícula calentanita, a esta hora de la noche. Son ridículos los peinados de los tipos. Con gomina se ven tiesos, como recién lavados, mal planchados. Sus trajes baratos, sus zapatos ordinarios, chuecos. También se ve ridículo el hombre bien trajeado, con ropa como a la medida, tieso también, que mira por encima del hombro a otro, con sobradez. Y el bus de Transmilenio, igualmente ridículo a pesar de ser ‘nuevo’, rodando por un pavimento ridículamente trazado, chambona y ridículamente aplanado. Dos vagones bien iluminados, con cámaras de seguridad, inmensamente ridículas. Si en este mismo momento unos delincuentes sacaran cuchillos, atracaran a todo el mundo y violaran a alguien (sucedió la semana pasada), no hay quién los detenga. Y aunque estuvieran, los policías de aquí son enanos y ridículos, sin ninguna autoridad, pueden ser lanzados lejos de sólo un capirotazo. Dos vagones que sacuden a todo el mundo por la ridícula y aviesa manera de manejar del conductor.
Parecemos muñecos ridículos a merced de la fuerza de todos los elementos. Como arrojados ‒hago un símil ridículo‒, a un mar embravecido que nos acabará sepultando de un modo ridículo, y molerá nuestra carne infinitamente ridícula hasta dejar sobre su lecho un montón de ridículos huesos marinos.
Es ridículo afanarse bajo la lluvia que a esta hora cae, en la noche ridícula, frente a las luces de los ridículos vehículos, de los ridículos negocios. Las calles, eterna y ridículamente sosas, estremecedoramente sucias y ridículas.
Cuando llego a mi casa, lo único no ridículo en el apartamento es mi mujer.