
David Andrés Rubio G.
Profesor Asociado de la Universidad Pedagógica Nacional. Consultor en diferentes proyectos en educación para entidades como el Instituto de Investigación en Educación de la Universidad Nacional de Colombia, el Ministerio de Educación Nacional, el Instituto para la Investigación Educativa y el Desarrollo Pedagógico -IDEP, entre otros. Miembro del grupo de investigación Historia de la práctica pedagógica en Colombia, del Grupo de Estudos e Pesquisas em Currículo e Pós-modernidade – GEPCPós en Brasil, y de la Red de Investigación en Educación y Pensamiento Contemporáneo -RIEPCO. Autor de varios artículos en revistas especializadas y de varios capítulos en libros de ensayo y resultado de investigación.
De la apertura al mundo
Septiembre 08 de 2023
Que los animales sean pobres de mundo, no quiere decir que su diferencia con los humanos estribe en el carácter racional de los segundos. De hecho, fue Martin Heidegger quien abiertamente puso en duda la idea del hombre como animal rationale. Ni qué decir del curioso empeño de los liberales quienes, durante dos siglos, creyeron que el hombre económico (Homo œconomicus) actuaba guiado por intereses racionales; tal vez por eso, para muchos, el liberalismo no pasó de ser un proyecto. Muchos economistas actuales, al contrario, han mostrado lo que debería ser obvio: que no hay nada más irracional que nuestras decisiones porque pese a toda prueba nos obstinamos en el emprendimiento de empresas cuyo fracaso salta a la vista sin necesidad de muchas predicciones. No en vano las casas de apuestas son de los negocios más lucrativos.
Así que la humana es una especie en desventaja en relación con las demás. No gozamos de especialidad natural ninguna ni de sofisticados dispositivos sensoriales efecto de la evolución. Carencia, dirán los antropólogos. Como se quiera, solamente los cachorros humanos lanzan alaridos al nacer, gesto que los pone en riesgo evidente frente a los posibles depredadores. En fuerza somos inferiores a otros mamíferos, así como también en capacidad visual o auditiva. Estamos desprovistos de garras como de alas. Nuestra especie es la que padece (¿o goza?) de la infancia más prolongada en todo el reino animal, entendiendo por esta todo lo que sucede antes de la madurez biológica. No podemos hacernos cargo de nosotros mismos, sino hasta después de un par de décadas de haber nacido (y hay casos en los que esto nunca sucede), lo que comparativamente es más o menos una tercera parte de la vida.
No es satisfactoria, en consecuencia, la explicación sobre la pobreza de mundo de los animales, desde una supuesta ventaja “racional” que tendríamos los humanos sobre ellos. Distinto a esto, fueron disciplinas como la biología, la zoología y la etología las que, a principios del siglo XX, nos arrojaron importantes señales para repensar la diferencia. Los trabajos de Johannes Müller y de Jakob Von Uexküll en el periodo entreguerras, fueron fuente definitiva para que pensadores como Heidegger, Agamben o Sloterdijk, propongan formas de análisis que ayudan a profundizar en la comprensión del hombre en el mundo (el mundo como cultura), y la imperiosa necesidad de su legado.
El mundo perceptivo de los animales es limitado y tal escasez, tal pobreza, les posibilita su pleno desarrollo, en tanto se trata de un juego entre los órganos dispuestos para la percepción y lo que Uexküll da a llamar el “ambiente”. Entre el organismo animal y el ambiente se da una única relación que es causada por “desinhibidores” que no son más que aquellos elementos que forman parte de dicho ambiente o medio y que sólo son activados en relación con la disposición fisiológica del animal, esto es, en el marco restringido que la evolución de su especie permite. Estos desinhibidores (que pueden ser aromas, la luz, alimentos potenciales, ondas en el agua, entre otros) obtienen como respuesta en el animal, nos dice Heidegger, una suerte de “aturdimiento”, esto es, activado el desinhibidor en el ambiente, a causa del dispositivo genético de la especie en cuestión, el animal queda en un modo de “suspensión” de tiempo y espacio y su único modo de ser es aturdido. Uno de los más citados experimentos sobre el comportamiento animal, llevado a cabo hace un siglo por Jakob Uexküll, consistió en poner una abeja en un laboratorio delante de una copa llena de miel. Apenas el insecto comenzó a libar, el etólogo le hizo una diminuta incisión en el abdomen; la abeja, impávida, continuó en su rutina del libar, mientras se le veía correr la miel fuera del abdomen abierto. Este estado de aturdimiento de la abeja fue interpretado después por Heidegger como el específico estar-dentro-de-sí del animal, y nos ayuda a comprender la razón por la cual los animales tienen «comportamientos», a diferencia de los humanos, que tenemos «conductas». El estado de aturdimiento de los animales en su ambiente, a causa de los desinhibidores, es aquello que posibilita reconocer el llamado comportamiento animal o, en palabras del filósofo, el aturdimiento es la condición de posibilidad gracias a la cual el animal, según su esencia, se comporta en un ambiente, pero nunca en un mundo. Esto también había sido ya analizado por Arnold Gelhen, un biólogo-antropólogo para quien la diferencia entre los seres humanos y otras especies estriba en que los primeros son seres de «acciones», mientras que los segundos son de «reacciones».
¿Qué quiere decir que lo específicamente humano sea la acción antes que la reacción? ¿Qué significa que el hombre esté compelido a vivir en un mundo y no apenas en un ambiente? En suma ¿Qué es lo característico del mundo en su sentido humano? Agamben nos dirá sobre esto, en un breve ensayo titulado de modo austero pero contundente como Lo abierto, que es condición de lo humano su irrevocable apertura al mundo. Pero no nos llamemos a engaño. Esta apertura al mundo, como se ha dicho, dista de una cierta especificidad humana que se conjura en su condición de animal racional. Apertura al mundo no como el reverso de los animales, «encerrados» en función de los inhibidores del ambiente y compelidos al aturdimiento, ni apertura al mundo como correlato de la perenne carencia. El humano está abierto al mundo, porque es una criatura que una vez arrojada al astro ascético que es la Tierra, como diría Nietzsche, no tuvo más remedio que autoproducirse para ayudar a producir a sus semejantes, desarrollando para ello sofisticadas técnicas, entre las cuales contamos la lectura, la escritura, y, en general, toda forma de creación que no permita que vivamos distantes del mundo como cultura.